El héroe no llegó a la gran cita
Liu Xiang, ídolo de 1.300 millones de chinos, se lesiona el tendón de Aquiles antes de su serie de 110 metros vallas
Cualquier tópico accidental sobre el alma china le habría cuadrado a la perfección a Sun Haiping aquella tarde de marzo en Madrid. Oculta su mirada tras unas rayban probablemente falsificadas, el entrenador de Liu Xiang era un personaje simultáneamente hermético, hierático, misterioso, pérfido, mudo, que cada minuto voceaba órdenes, serio, a sus pupilos; que cada diez minutos abandonaba el módulo de atletismo del CAR para echar un cigarro. El momento lo aprovechaba Liu para volver a ser niño, un chico de sonrisa traviesa que goza en el gimnasio reconvertido en parque de juegos colgándose de las anillas, saltando sobre las colchonetas.
Ayer, una hora después de que Liu se arrancara las pegatinas con el número 2, la calle que le habían asignado, antes de la salida de la primera serie de los 110 metros vallas, a Sun Haiping, si no fuera por sus ojos rasgados, ya sin rayban protegiéndolos, se le podría haber tomado por un italiano, sentimental y emocionado, que, ya no tan temible, súbitamente envejecido, las facciones blandas de un hombre golpeado, se secaba con un pañuelo las lágrimas que corrían por sus mejillas mientras trataba de explicar en una multitudinaria rueda de prensa que Liu, el ídolo deportivo de 1.300 millones de chinos, se había tenido que retirar porque no soportaba el terrible dolor de su talón de Aquiles, lesionado desde hacía unos días. "Liu ha sufrido una doble lesión", dijo; "la primera en una pierna, un problema de isquiotibiales que ya ha superado, y la otra en el pie derecho, su pie de apoyo, una inflamación muy dolorosa en la inserción ósea del tendón, muy cerca del tobillo".
Parecía imposible que diera un paso. Se arriesgó a salir pese a saberse condenado
El campeón olímpico de Atenas no podría defender su título como ya sospechaban sus rivales, que no le veían en una pista desde junio, cuando ni siquiera pudo competir en Eugene (Oregón) tras una salida falsa. Al aire libre, Liu, que en marzo, en Valencia, ganó en los Mundiales bajo techo, sólo ha corrido dos veces en 2008, la última el 24 de mayo. Dos semanas después, desde su lugar de entrenamiento en Shanghai, un recinto tan inaccesible como un secreto de Estado, Liu conoció que el cubano Dayron Robles había rebajado en Ostrava por una centésima (12,87s por 12,88s) el récord mundial que él había fijado hacía dos años. Repentinamente, dejó de ser el gran favorito.
Más de 90.000 espectadores ya llenaban el Nido ayer a las nueve de la mañana, expectantes por la primera carrera olímpica de Liu, y millones más seguían todos sus movimientos por el primer canal de la televisión china, que había organizado un tremendo despliegue. A las 11.35, un cuarto de hora antes, un helicóptero que sobrevolaba el óvalo del estadio enfocaba su teleobjetivo a las diez vallas milimétricamente colocadas en intervalos de 9,14 metros esperando las zancadas aladas de su héroe. La periodista, desde el aparato, dialoga con los dos presentadores del estudio, que la ponen en comunicación con otra compañera a pie de pista. Las cámaras del estadio enfocan a chinos felices, privilegiados seres con una entrada para el momento más esperado. Un corte publicitario precede a la salida al estadio del primer campeón olímpico del atletismo chino.
Las primeras imágenes muestran a un Liu que, evidentemente, no es feliz. Su cara es una mueca de dolor que se acentúa cuando pisa, cojeando, sobre el pie derecho. Ajusta los tacos, hace una salida de prueba y consigue saltar, muy suavemente, una valla. El segundo intento le cuesta más. Se derrumba en el suelo de rodillas. Intenta estirar. Poco después se levanta. Empieza a quitarse la camiseta, pero vacila y se esconde la cara detrás de la prenda a medio sacar. Se quita, en su lugar, el pantalón largo y, cuando, sentado en el suelo de la calle, aprieta el velcro de las zapatillas amarillas, da ya la sensación de no poder más. La presentación del locutor, saludada con un rugido atronador en las gradas, le pilla intentando despegar, dedos nerviosos, apresurados, la protección de las pegatinas con el número 2 que se pondrá apresuradamente en los muslos. No tiene tiempo de saludar. Ya está colocado en los tacos. Finalmente, pese a que parece imposible que pueda dar un paso, ni siquiera andando, menos aún corriendo, sin ver las estrellas, se arriesga a salir, aunque se sabe condenado al fracaso.
Una salida nula le libera. El holandés Van der Westen, en la calle 5, se adelanta al sonido de la pistola. Cuando un segundo disparo frena en seco la carrera, mientras todos los demás atletas terminan de saltar la primera valla, Liu no ha podido ni llegar allí. Al quinto paso, se trastabilla. Cojeando, se da media vuelta. Se arranca las pegatinas y sin parar, liberado de un peso que le ha oprimido durante los últimos cuatro años, se dirige directamente, de vuelta, a la cámara de llamadas. Los Juegos continúan sin él.
La voz monótona del locutor de la televisión estatal no se inmuta. No hay gritos. Con la misma suavidad, sin aspavientos, su rostro marcado por el acné inexpresivo, Liu se sienta en el suelo en la cámara de llamadas. Se descalza y, mientras un masajista le pone una bolsa de hielo en el tobillo, desea quizá volver a ser el anónimo hijo de un camionero de Shanghai cuyo talento increíble descubrió Sun hace 12 años en vez del héroe que no llegó a su cita con el destino.
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