El hombre de Boetticher
El rincón de Madrid del nigeriano que vigila la fábrica en ruinas
Desde su rincón en la antigua fábrica de ascensores de Boetticher y Navarro, en Villaverde, Gaskin Uyi Emwiongbon ve sólo un trozo de Madrid, y muy a lo lejos; esas casas de ladrillo deben ser las de la avenida de los Poblados, y eso otro de más allá, Aluche.
Gaskin no suele ir por allí. Las incursiones de este nigeriano de 27 años en la ciudad no pasan del distrito de Villaverde, para buscarse algo de comida o para ver a algún compatriota por si le ofrece alguna chapuza con la que ganarse un dinero. Pero eso no sucede muy a menudo.
Tiene los ojos vidriosos, algo amarillos, la mirada siempre en otra cosa, unas manos que parecen estar hechas de cuero envejecido y una sonrisa cansada que nunca deja ver sus dientes. Se mueve como si estuviera siempre dormido. Gaskin gasta la mayor parte del tiempo en el trabajo en el que él mismo se ha empleado: quitar los escombros del basurero en el que se ha convertido la fábrica. Sus pagadores son los ecuatorianos que van allí sobre las seis de la tarde para jugar al voleibol o al fútbol. Le dan unos billetes a cambio de que retire cristales de las improvisadas pistas para jugar allí sin riesgo de heridas. A eso se dedica Gaskin.
Mientras la nave abandonada desde 1993 siga en pie, Gaskin tendrá casa
Con un pie en el aire y el otro apoyado sobre los límites del agujero de una escalera destrozada, el nigeriano muestra un hueco en el suelo donde suele dormir, un habitáculo donde sólo se puede entrar reptando. "Vine a Madrid en 2005 para trabajar en la construcción, en la empresa de un colombiano. Hace unos meses, las cosas le empezaron a ir mal y me quedé sin empleo. Estuve en la calle muchos días, durmiendo en obras, huyendo de la policía. Un día vi este sitio y me quedé". Gaskin termina muchos de sus comentarios con la frase "por la gracia de Dios", una breve concesión al optimismo.
Mientras la fábrica siga en pie, Gaskin tendrá casa. El Ayuntamiento de Madrid anunció hace unos días que va a convertir la antigua fábrica, levantada a principios del siglo pasado y abandonada desde 1993, en un centro de nuevas tecnologías. Hoy es una ruina destartalada llena de graffitis donde la gente deja todo aquello de lo que no puede desembarazarse. "Me quedaré aquí hasta que lo hagan. Quizá me den un trabajo para vigilar el edificio que vayan a hacer aquí".
Su familia -con la que habla al menos una vez al mes por teléfono- no pudo ofrecerle muchas oportunidades. Su madre le parió en Bida, una ciudad levantada sobre el paisaje árido del Estado de Níger, y pronto emigraron a Benín City, el lugar del que proceden la mayoría de los nigerianos que viven en España. Gaskin podía haber sido muchas cosas en Nigeria para ganarse la vida. Podría haber sido asaltador de caminos -lo más probable es que hubiera muerto del balazo de un policía-, o podría haber sido 419ner (fouroneniner), que es como llaman allí a los timadores, los que incumplen el artículo 419 del Código Penal contra el fraude. Pero todas esas cosas son, según Gaskin, "afrentas a Dios". "Él te mira y ve lo que haces todo el rato. Aquí no hago nada contra él. No wahala [significa problema en la lengua nigeriana de los ibo]".
Sobre las tres de la tarde empieza a llegar una avanzadilla de ecuatorianos con la intención de preparar el terreno en el que practicarán el juego de voleibol. Colocan una red de plástico entre dos palos y le dan a Gaskin cinco euros por retirar los últimos escombros de la pista. "No sé muy bien por qué vienen aquí. Creo que la policía no les deja jugar en los parques. Con lo que me dan todos me puedo ganar 20 euros". No es mucho, pero le da para seguir allí, sintiéndose útil, el hombre que vigila un lugar donde sólo los ecuatorianos quieren estar.
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