Desde los griegos focenses
"A dos leguas del Mediterráneo, quatro de Alicante, y cinco de Orihuela á su Oriente está la Villa de Elche á los diez y seis grados y doce minutos de longitud, y treinta y ocho grados y veintinueve minutos de latitud, a la orilla del río Tarrafa, en un espacioso llano".
Así describía el viajero español Bernardo Espinalt a finales de los años mil setecientos, en su extensa obra Atalante español, la ciudad de Elche, recreándose como más adelante podremos comprobar en toda suerte de detalles, tanto geográficos como sociales y económicos. Dice también que sin lugar a dudas los fundadores de esta Villa "fueron los Griegos Focenses trescientos treinta y tres años antes de la humana redempción llamándola Illiçi en memoria de Licia, región suya", aunque esta seguridad queda en entredicho, ya que al decir de los expertos la llamada Dama de Elche, escultura prodigiosa y singular, fue creada un siglo antes y en aquel mismo lugar, que ya era poblado íbero y disfrutaba del nombre de Helida.
En todo caso la antigüedad, siglo más o siglo menos, le viene reconocida por las más altas magistraturas, las cuales señalan que de siempre fue fértil y de agradable clima, atemperado por los vientos que del cercano Mediterráneo vienen y en donde tiene instaladas unas dunas con sus pinos que son un gozo para la vista y la admiración.
Seguro que los fenicios, en su frenético ir y venir en busca de la ganga y la oportunidad, recalaron aquí, e instituyeron o plantaron el primer palmeral, que fue continuado por los musulmanes, que lo acrecieron y dieron forma, amén de dotarlo de un sofisticado sistema de riego que lo convirtió en oasis.
Las palmeras son seres complejos, cuya descendencia no suele seguir los criterios que impusieron los padres, por lo que los frutos que de ella se reciben son distintos entre sí, aunque esta diferencia quede para los biólogos y no para nosotros, mortales comedores del fruto.
Fruto que estará presente -si nosotros así lo deseamos- no como dulce postre, sino en toda la comida: esa trillada combinación con la panceta frita que lo envuelve, que tomaremos de aperitivo, o una innovadora propuesta de Xavi Pellicer, que toma los dátiles, los deshuesa y después rellena de caviar, para cubrirlos al fin con una gelatina de algas; o asumiremos algunas recetas que hoy se practican en el mundo árabe y los mezclaremos convertidos en pequeños cuadraditos con huevos revueltos; o los haremos guarnición de carnes y pescados, del pichón al rodaballo, que todo ello está inventado.
Aunque sin duda podemos ir a Elche y no comer el dátil, sino optar por los arroces de la tierra, de los que destacan el llamado con costra y el de conejo y caracoles. Dando por supuesto que se adivinan los componentes del último, y que solo nos sorprenderán con el mismo si el resultado es nefasto, deberemos explicar, para los menos versados, que la costra es de huevo y se constituye batiendo algunos de los mismos y añadiéndolos al arroz ya cocinado -o en trance de terminar- para que en su superficie forme una sabrosa y nutritiva capa -o costra- merced al fuego de las brasas o del horno.
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