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Columna
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Sin canción del verano

Vicente Molina Foix

Me gustaban más las listas de Andy Warhol que las que abundan este verano por aquí y por allá. En 1963, cansado un poco de hacer inventarios pictóricos de grandes sucesos y grandes iconos, el artista norteamericano descubre las posibilidades del cine, y empieza una carrera de ideador, director y hombre-orquesta en los locales de la Factory neoyorquina. Esa intensa actividad fílmica de Warhol duró más de una década y produjo casi 100 títulos, algunos cortísimos, otros de seis, ocho o 25 horas de duración. Mis favoritos son sus películas-lista, que tienen la ventaja de carecer de argumento, no movilizar a 100 o más personas, sino a un grupo de amigos que pasaba por allí, y ser todas muy sexy, categoría difícil de alcanzar cuando las cabezas pensantes se ponen a decidir lo mejor de algo. Algunas eran puramente denotativas, tocadas por ese supremo horror al significado que Warhol tenía en toda su obra. Así, en la llamada Kiss sólo había besos filmados, de igual modo que Las trece mujeres más hermosas y Los trece chicos más hermosos se limitaban a posar y a pasar ante la cámara. Cuando la materia listada se hacía más explícita (aun sin llevar implícito un mensaje), como en el caso del mediometraje de 30 minutos Blow-job (distintas felaciones en vivo), la idea de dictamen que está detrás de la confección de una lista quedaba a la fuerza en tela de juicio, no pudiendo el espectador de la película decidir qué boca practicaba mejor in situ su cometido.

Me entristece ese progresivo vaciamiento de los 'coliseos' de la Gran Vía

Entre las listas insólitas conocidas últimamente destaco una que viene de Australia, elaborada por la web SameSame (los detalles de la votación están en www.samesame.com.au/gayyestsongs) con el objeto de decidir cuál ha sido la canción más gay de todos los tiempos. El movimiento homosexual y lesbiano no tiene un himno propio, pese a la cantidad de grandes músicos, desde Chaikovski a Elton John, que podrían haberlo compuesto, y grandes intérpretes, Kathleen Ferrier o Mari Trini, que pudieron cantarlo. Quizá por ello, y al igual que nos pasa a los españoles con el himno nacional sin letra, los gays se acogen a lo que pueden. La canción más marica que ha ganado en Australia es Dancing Queen, del grupo ABBA, y anteanoche la estuve oyendo repetidas veces en la película Mamma Mia!, que, sin embargo, y de modo incongruente, pasa casi de soslayo por el único motivo gay de la trama, el flechazo entre uno de los tres padres y un joven de la isla griega donde se desarrolla la acción. Al lado de ABBA, y en los primeros puestos, nadie que entienda un poco de estas cosas se sorprenderá de ver los nombres de Gloria Gaynor (I will survive) y Village People (YMCA), seguidos de Madonna, Cher, Streisand, Diana Ross, Olivia Newton-John o Barry Manilow. Como suele pasar en este negociado de las listas, los votantes tiran para casa, lo que explicaría el absoluto predominio del pop inglés. Aunque los componentes de ABBA fueran suecos.

La película es grandiosamente hortera y bastante entretenida, costando mucho menos la entrada en el cine Renoir Retiro donde yo la vi que en la Gran Vía, donde estuvo años, creo, en el cartel del teatro Lope de Vega, en esos extraños transfers de los musicales americanos e ingleses a España, donde llegan como franquicia mimética al estilo Starbucks. Dirigida por Phyllida Lloyd, que también montó el espectáculo escénico original, Mamma Mia! no es exactamente teatro fotografiado, sino cine teatralizado que, aun usando como guiño algún forillo de decorado antiguo, intenta demostrar su novedad tecnológica con el despiece vertiginoso del montaje, las tomas aéreas y alguna que otra digitalización. Salí del cine con dos nostalgias, una inmobiliaria y la otra sentimental. Nada me gusta más que el teatro, pero me entristece ese progresivo vaciamiento de los coliseos de la Gran Vía para convertirlos en contenedores de unos productos escénicos que el cine, expulsado ahora de allí, sirve infinitamente mejor. El arrastre de ABBA (me sorprendí sabiéndome tantas canciones suyas) supone el triunfo de un espíritu festival de Eurovisión, evento que en la década de los ochenta nos gustaba seguir en mi casa a unos cuantos amigos poetas, novelistas y hasta filósofos. Hace dos años, uno de aquellos eurovisivos irónicos trató de rescatar la ceremonia reuniéndonos a unos cuantos, en plan últimos mohicanos, para verlo en su televisor: era el querido y ahora perdido Leopoldo Alas. No fui, y él no podrá corear, saliendo de Mamma Mia!, el Waterloo con que los ABBA ganaron teniendo él 12 años.

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