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ficciones

EL MEJOR VERANO

Cada estrella que pasa -dijo Konrad- es un verano de nuestra vida.

-No -le corrigió Inka, su novia, sin dejar de mirar al cielo-. Cada estrella que pasa es una vida.

¿Quién tenía razón de los dos? ¿Los dos acaso o quizá ninguno del todo? ¿Con cada una de las estrellas que surcaban el cielo sobre nosotros se iba un verano o una vida entera? Y, si era una vida entera, ¿la de quién?

Mientras miraba al cielo sin decir nada, pensaba en estas cuestiones, que eran preguntas sin destinatario, puesto que yo era el único que podía oírlas. Los demás seguían callados, tumbados cara al cielo en las hamacas, sin moverse más que para pasarse el porro. Era la única luz que nos alumbraba.

Ésa y la de las estrellas. ¿Qué estaría pensando cada uno? ¿Pensarían lo que yo en aquel momento o por sus cabezas pasarían cosas distintas, como, por otra parte, era natural? Unos éramos hombres y otras mujeres; unos éramos españoles y otros eran extranjeros; unos estábamos solos y otros vivían acompañados.

SEGURAMENTE, DURANTE UN TIEMPO, EL SILENCIO SUCEDIÓ A SU CONFESIÓN, COMO OCURRÍA A MENUDO EN AQUELLAS NOCHES. LA MARIHUANA SOLÍA SUMIRNOS EN UN ESTADO DE POSTRACIÓN

Estábamos tumbados en la playa, de cara al mar de Cala Salada. Éramos doce o catorce y estábamos solos desde hacía rato. Los turistas habían abandonado la playa al anochecer y el merendero estaba cerrado. Solamente sus sombrillas permanecían abiertas en torno nuestro como testigos mudos de su existencia.

Joan, el único ibicenco de aquel grupo, había asado unas sardinas (lo hizo sobre una hoguera que preparó con palos y ramas secas) y, después de comerlas, nos tumbamos para ver caer las estrellas. Llevábamos así cerca de una hora. Quizá más, dada la posición de la luna. Cuando llegamos, apuntaba hacia San Juan y ahora lo hacía hacia Santa Eulalia. Aunque a nadie nos importaba su movimiento, como tampoco nos importaba el de nuestras vidas, no sólo aquella noche, sino desde que habíamos recalado en esta isla. Quien más, quien menos, ya se había contagiado de su tempo, que nada tiene que ver con el de otros sitios.

Salvo Joan, éramos todos de fuera. De la Península, la mayoría, aunque también los había extranjeros: Inka y Konrad, por ejemplo, o Daniel, el argentino que vivía de vender a los turistas bisutería y bolsos de cuero.

Fue éste el que le contestó a Inka:

-Decía mi abuela, que era italiana, que las estrellas son las almas de la gente que murió navegando en alta mar.

No sé si alguien le respondió. Seguramente, durante un tiempo, el silencio sucedió a su confesión, como ocurría a menudo en aquellas noches. La marihuana solía sumirnos en un estado de postración que hacía que todo nos supusiera un enorme esfuerzo. Sobre todo con el mar arrullándonos con su murmullo.

Era un mar lento, cansado, tan negro como la noche y sin luces que lo iluminaran. Solamente, en la distancia, el faro de San Antonio rompía la oscuridad, más guiando a los turistas perdidos por las caletas que a los pocos pescadores que aún quedaban en la isla. La mayoría habían dejado el oficio para dedicarse a otros más productivos.

-Mi abuelo -intervino Joan- era pescador. Por aquí, por estas costas. Y recuerdo haberle oído que, algunas noches, por estas fechas, se veían en el cielo estrellas con rostro humano.

-Claro: los de los marineros muertos... -concluyó Konrad, siempre amigo de las fabulaciones.

Yo lo era también en aquel tiempo. Guardaba todavía el eco de las historias que oía cuando era niño a mis abuelos y a sus vecinos en el verano. Historias que también tenían que ver con aparecidos, no en el mar, sino en el bosque, que era el mar que ellos vivían. El de verdad ni siquiera lo conocían muchos de ellos.

Cerré los ojos, como ahora hago, dejándome llevar por aquel recuerdo. En mi imaginación surgieron estampas de aquellos años, tan diferentes de los que ahora vivía. ¡Qué lejos quedaba todo!

Pensé que Inka tenía razón; que, contra lo que pensaba Konrad, cada estrella que cruzaba por el cielo no era un verano de nuestra vida, sino la vida de una persona, que se nos aparecía de nuevo. Porque los hombres viven dos veces, una en la tierra y otra en el cielo, como me decía mi madre. ¿O que me sugería, si no, cuando me enseñó desde el corredor de la casa del abuelo la estrella de éste cuando murió?

-Os propongo una idea -dijo Inka.

-¿Cuál? -le preguntó Daniel en la oscuridad.

-Que cada uno cuente un verano. El mejor verano de su vida.

-Me parece bien. ¿Quién empieza? -se entusiasmó Nicole, la francesa. Se ve que ya estaba harta de mirar al cielo sin más.

-Yo mismo -se ofreció Inka.

-Cuando caiga una estrella, empiezas.

Cuando me llegó mi turno, ya todos habían hablado. Unos habían contado el verano en el que se enamoraron por primera vez ("¡Cómo olía la lavanda!", suspiró Nicole, la francesa) y otros uno de su infancia o de sus primeros viajes, la mayoría a sitios exóticos. Dudé qué verano contarles yo. Después de escuchar los suyos, todos me parecían sin interés, por su falta de exotismo, precisamente, entre otras razones. Pero tenía que contar uno; un verano que cumpliera con la condición fijada por Inka hacía un momento: que fuera el mejor verano de mi existencia, o que por lo menos yo lo creyera así.

Rebusqué en mis recuerdos sin mucho éxito. Pensé en fantasear, incluso, uno, pero ninguno tenía una base suficiente para ello. Todos eran parecidos, casi iguales, sin ningún acontecimiento digno de ser ampliado. Incluso el del primer amor me parecía de lo más vulgar. Se trataba del mejor, de un verano singular. Un verano inolvidable.

Miré la luna: era la misma de cada noche. Miré el mar, que batía con cansancio contra el faro, igual que siempre. Miré a mis compañeros, inmóviles todos en la oscuridad. Y entonces fue cuando comprendí que el mejor verano de mi existencia era aquel, pues era el único que existía. Los demás eran estrellas que nunca volvería a ver.

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