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ficciones

EL FIN DEL MUNDO

Todos los finales tienen su principio. Incluso éste, que es la madre de todos los finales, el fin último de todas las cosas, tuvo el suyo.

Así que todo empezó el sábado por la tarde, a eso de las cuatro, con la emisión de un boletín informativo de urgencia por televisión. La noticia acababa de inundar todos los teletipos del mundo y, en tan sólo unos minutos, se había difundido por todo el planeta. A partir de ese momento, ningún idioma conocido volvería a servir jamás para hablar de otra cosa.

Las razones no importan mucho. Si fue un meteorito gigantesco y errante, estaba demasiado cerca y avanzaba demasiado rápido cuando la comunidad científica logró detectarlo. Si fue una aceleración inesperada del desastre, nadie supo predecirla a tiempo. Fuera lo que fuese, llegó de sopetón, como las tormentas de verano, y nadie lo vio venir hasta que fue demasiado tarde.

Lo que de verdad significa el fin es que ya no habrá nadie para recordar que, cuando Marta llegó a la residencia de Aranjuez, su madre acababa de fallecer de vejez y de soledad

A eso de las once, todos los hombres y mujeres del planeta sabían ya que el mundo llegaba a su fin. En cinco días, a lo sumo, todo habría terminado. Todas las cosas que existen, e incluso las que no existen porque las hemos inventado o imaginado, desaparecerían: los planes de un futuro mejor, los recuerdos de la infancia, los mapas de carretera, las rutas de viaje, las enciclopedias ilustradas, los proyectos de felicidad, los banquetes de boda, la tristeza sin razón y los parques de atracciones. Todo desaparecería para siempre, como lo hicieron en el pasado los álbumes de cromos y las radionovelas.

El domingo fue un día de silencio. La gente no salió a la calle a pedir explicaciones, no hubo manifestaciones de protesta ni episodios especialmente dramáticos. Simplemente se quedaron en casa como esperando algo, tal vez un desmentido en la televisión, que alguien interrumpiera de nuevo la emisión para contarles que todo había sido un error, o una broma, y que al día siguiente volverían a despertarse rodeados de parques de atracciones y proyectos de felicidad. Pero no pasó.

El lunes comenzaron los atascos. Miles y miles de vehículos se acumularon en las autopistas y carreteras, centenares de corrientes de metal que se movían en todas direcciones, apremiadas por la urgencia y el desamparo. Algunos intentaron el avión o el tren, pero la mayoría de compañías dejarían de operar durante los primeros días de la semana. Como lo harían las tiendas, los colegios, los cines y hasta los hospitales. Era como si todo el mundo hubiera cerrado por vacaciones al mismo tiempo. Como si un mes de agosto excesivo y brutal se hubiera presentado por error.

Pero estos días finales del mundo no han sido trágicos ni dolorosos. Han sido más bien como una gran Navidad en que todos han querido reencontrarse con los suyos, pasar los días que les quedan en el lugar donde les tocan, al que pertenecen, del que son. Una gran Navidad final no muy distinta a las navidades que recuerdan. Acaso algo más triste.

Los jóvenes universitarios que estudiaban lejos de su ciudad han vuelto a casa. Las familias separadas por el destino o la necesidad se han reunido de nuevo. Se sentarán alrededor de una mesa, todos juntos, y celebrarán el espejismo fugaz de lo que han sido. Se asombrarán de lo que hicieron, de lo que fueron capaces y de lo que, al final, no consiguieron.

Y aquellos que necesitan ser perdonados o tienen algo que perdonar han decidido que ha llegado el momento. Como aquellos que tienen errores que enmendar, o caminos que rectificar. A todas les ha asaltado una urgencia desesperada. Y todos han cogido sus coches y han salido a buscar lo que es suyo, lo que aman o lo que añoran. Como si en el último momento desesperado, quisieran recuperar el tiempo que ya no queda.

Marta, que hasta hoy ha vivido siempre en Guadalajara con su marido y sus dos niñas, los ha metido a todos en el todoterreno y ha salido a buscar a su madre, que metió en una residencia de Aranjuez hace dos años. Muy de lujo, eso sí.

Álvaro ha abrazado y besado a su familia a modo de despedida, y con los ojos y el corazón hinchados de dolor, ha cogido la autopista AP-7 en dirección a Canet, en busca de un amor que perdió. Tan sólo para decirle que lo siente, que se equivocó y que nunca tendría que haberse ido. Que nunca la ha olvidado y que la vida que ha tenido no es la que quería. Que la quería a ella y que necesita decírselo antes del final.

Cándida Luján, que es natural de Santander pero siempre ha vivido en Cornellà, ha cogido la fotografía de su difunto esposo -la que siempre ha tenido sobre el televisor- y, apretándola contra su pecho, ha saltado desde la terraza de su casa, un quinto de un bloque de 12 plantas del barrio de San Ildefonso. No lo ha hecho por miedo, ni por desesperación. Ha sido por impaciencia: al ver el momento tan cerca, no ha podido esperar hasta el viernes para reencontrarse con él.

Porque el viernes es el momento. Eso es algo raro; hubiera quedado mejor un domingo, o hasta un martes, pero supongo que ya da igual. Porque después del viernes ya no quedará nada. Ni un recuerdo, ni desazón, ni tristeza. Porque todas estas cosas pertenecen a un mundo que ya no será.

Lo más terrible, se me ocurre, no es que ya no quedará nada de lo que fuimos. Lo verdaderamente triste, lo que verdaderamente significa el fin, es que ya no habrá nadie para recordarlo. Nadie para lamentar que cuando Marta llegó a la residencia de Aranjuez, su madre acababa de fallecer hacía una horas, de vejez y de soledad. Nadie para emocionarse con el reencuentro de Álvaro con su amor, el verdadero y único que había tenido, en el portal de la casa de ella en Canet, donde seguía viviendo con sus padres tantos años después, incapaz también de olvidarle a él.

Ni siquiera quedará nadie para preguntarse si, finalmente, Cándida Luján consiguió reencontrarse con su esposo. Si después de tantos años, volvió a sentirse viva y feliz.

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