Arizona fiambrera
38ºC a la sombra tienen su gracia. Christian Marclay observa su vieja furgoneta aparcada un poco más allá de la zona del surtidor. Apoyado en la puerta del bar, bajo un letrero que pone Seven Up, le da el penúltimo trago a una lata de Seven-Up. Es un bar de una carretera al sur de otra terciaria de una zona rural de Arizona. Entra, pregunta cuánto se debe. Como la lata de Seven-Up estaba tuneada con ron, el hispano le suma unos centavos, y hace un comentario en español acerca del aspecto escuchimizado de Christian. De pequeño comió poca carne y mucha verdura, lo que le compuso ese cuerpo delgado y blanco. Ése y no otro es el motivo por el que el norte de Europa evolucionó más que el sur, porque comió más carne, lo que en USA se traduce no en términos cardinales sino musicales: los padres de Christian habían sido fans entusiastas de un grupo de coros conocido por sus adicciones cerealistas llamado The Mamas and The Papas. Comió su primera hamburguesa cuando llegó a la mayoría de edad.
El paisaje es un infinito letargo, como dos cuerpos tras el coito, se dice Christian mientras se peina un pelo graso con la mano en la que lleva un anillo que pone en oro 'The Sound of Silence'
Christian sale del bar, gira el contacto y acelera en dirección Oeste. Tras unos minutos llega a un punto que parece ser el lugar ideal. Detiene la furgoneta. Ni árboles ni vallas, una carretera tan recta como una meditada decisión. Abre las puertas traseras, coge la guitarra eléctrica Fender Stratocaster, roja, muy blusera. Ata una cuerda al parachoques de atrás, y 10 metros más allá, en el otro extremo de la cuerda, anuda la guitarra. Ancla la cámara de vídeo a una de las puertas traseras, la pone a grabar, regresa a su asiento y acelera. Al instante la cuerda se tensa, un trallazo que lleva a la guitarra a dar un bote muy elevado para después caer y continuar dando golpes contra el asfalto. Christian acelera más, las cuerdas, en una secuencia que va de la más delgada a la gruesa, saltan a los pocos minutos; antes han compuesto una sinfonía a golpes. El esmalte rojo, quemado al roce, despide humo, olor a refinería. Las clavijas de afinar se pulen, chispean como cuchillos. Alrededor, el paisaje es un infinito letargo, como dos cuerpos después del coito, se dice Christian mientras se peina un pelo graso con la misma mano en la que lleva un anillo que pone en oro The Sound of Silence. La madera ya está a la vista, millones de astillas dejan rastro, el nácar estallado, el botón del volumen saltó hace tiempo, cuando estaba en el nivel diez, una casualidad, podría haber estado en el cero, todo es una nube de cuerdas, metales, madera y golpes que no parará de crecer hasta que el depósito de la gasolina esté a cero. El vídeo, anclado a la puerta trasera, siempre recogiendo imagen y sonido.
Cuando a Christian se le acabó la gasolina habían pasado 22 horas. Ocurrió en otro altiplano, pero esta vez cultivado. Una mujer y un hombre de color estaban sentados en la cabina de su cosechadora, comían carne asada con zanahorias de una fiambrera. También se habían quedado sin gasolina. Christian observó la guitarra. Destrozada, había tomado una forma que recordaba vagamente a un cuerpo humano. La pareja agricultora se acercó con incredulidad. El hombre se agacha, deja la fiambrera sobre la carretera, toma la guitarra entre sus manos, le da vueltas, y dice: "¿Sabía usted que por estas tierras hasta hace pocos años a los negros nos arrastraban atados con una cuerda al coche, y aceleraban hasta que la gasolina se terminaba? No era un acto ni legal ni ilegal, porque los negros no éramos personas". Christian enmudece. "Me parece, señor, que usted acaba de componer una banda sonora en recuerdo de aquella barbarie, y eso le honra".
Entonces grité: "¡Corten!" Nos acercamos todos a la furgoneta. Había algo en la voz de Alfredo, el hombre de color, que no me había gustado en su última frase. Discutimos un rato, nos enfadamos de veras. Los cámaras, cansados, se sentaron en el arcén a oír nuestros gritos y beber cerveza. Christian se puso a ver qué había grabado la cámara fija de la puerta de la furgoneta, porque realmente estaba grabando. Le había advertido que no lo hiciera, que no quería más grabaciones que la mía. Nos enfadamos también.
Esa noche llegué a mi apartamento, un cubil que la productora me había alquilado a las afueras de Albacete mientras durara el rodaje, pensando en qué demonios pasaba con esa escena; era como un muro, siempre fallaba, era la séptima vez que la repetíamos. Siempre me gusta alquilar algo aparte, lejos del hotel, así no tengo que aguantar a los actores, ni al equipo de producción ni a los técnicos, y puedo pensar con claridad en la marcha del rodaje. Me freí un lomo de merluza tipo Pescanova que encontré en el congelador, y mientras le añadía unos guisantes lo vi claramente: el motivo por el que a los humanos nos atrae sentarnos cada día en torno a una mesa y comer es porque la materia prima, cuando la compramos en el mercado, la recibimos muerta, y cocinarla, servirla y paladearla equivale a resucitarla en el plato. Eso me llevó a pensar que en el acto de cocinar hay una conciencia de tiempo marcada por una muerte y una resurrección, y que ese rito es eterno. Metí la merluza y los guisantes en una bolsa, bajé las escaleras corriendo y regresé en coche adonde habíamos detenido el rodaje. Cuando llegué ya era de noche. El asfalto, un mapa de marcas y astillas por descifrar que hubiera hecho las delicias de los chicos del CSI. Busqué la fiambrera y, en efecto, se había quedado allí, abierta, en mitad de la carretera. Me agaché, la sostuve. El mechero iluminó el interior. La carne asada y las zanahorias de plástico y poliexpan coloreadas brillaron en el fondo. Vertí directamente la merluza y los guisantes de la bolsa a la fiambrera. La volví a dejar allí, donde estaba. Me alejé pensando que quizá al día siguiente todo cambiaría.
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Agustín Fernández Mallo es autor de la novela Nocilla Experience y del poemario Carne de píxel
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