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ficciones

heredaré la lluvia

Es verano y llueve en México. En este valle sobre el que imperan dos volcanes, en estos llanos, bajo estas nubes. Es verano y mi madre está muriendo desde el otro verano.

Aquí llueve en julio y agosto. Sobre todo en las tardes. Casi siempre amanece el cielo claro, luego se pone gris y tiembla con relámpagos anunciando tormentas que se cumplen y nos inundan. La enorme ciudad se llena de pantanos y de las alcantarillas brotan manantiales negros.

Suceden cosas así desde el tiempo de los dioses aztecas. La ciudad estaba hecha de lagos y ríos que en verano crecían sobre las casas y los templos. Por eso muchos de sus huertos eran flotantes. Dice Bernal Díaz del Castillo, el mayor cronista en castellano de estas tierras, que cuando los conquistadores españoles la vieron, desde la breve planicie que une los volcanes, la encontraron deslumbrante. Aquella planicie se llamó luego Paso de Cortés, como un regalo al desaforado Don Hernán, el primero entre los insondables conquistadores.

De todos modos, pienso, estoy rodeada de belleza más que de horror. Al fondo estarán siempre los volcanes. Y siempre, en el verano, altiva como si fuera novedad: la lluvia

Cortés no goza de la reverencia patria porque buena parte de los mexicanos, a partir de la Guerra de Independencia en el siglo diecinueve, prefieren sentirse hijos de los primeros habitantes del valle. Algún día se dirá que hubo quienes creyeron que su mestizaje venía de la pura mezcla entre olmecas, aztecas y tlaxcaltecas. Se dirá entonces que no tenían razón. Y habrá, como ahora, razón para decirlo.

El caso es que, se piense lo que se piense, los españoles encontraron la ciudad deslumbrante.

No sé si era verano cuando la vieron esa primera vez, pero se sabe que entonces, en el verano, estaba igual de confusa que hoy. Los aztecas crearon canales y le hicieron a Tláloc, dios de la lluvia, todo tipo de ofrendas. Pero entonces, como siempre, su ciudad, esta ciudad, se inundaba. Durante el Virreinato las cosas empeoraron, entre otros motivos porque a los españoles no se les ocurrió mejor idea que secar el lago mismo que, empeñado en serlo, volvía a su lecho entre las calles y los palacios haciendo una trama alrededor de la catedral. Y ni Cristo crucificado, ni la Virgen de los Remedios, nuevos encargados de aplacar las catástrofes, se apiadaron jamás de quienes llegaron a pasar años bajo la terquedad del agua.

Quién sabe cuántos siglos de inundaciones ha contado la especie humana en estos rumbos, pero sus actuales representantes en el valle volvemos a sorprendernos cada verano. Los noticiarios cuentan como novedad que no se puede andar por la calzada Iztapalapa, que flotan autos en la calle que fue el río Churubusco, o en Barranca del muerto, Azcapozalco y Río Mixcoac.

Tropezarse con la misma piedra es propio de los mexicanos como de cualesquiera otros, así que las generaciones del siglo veinte decidieron entubar, sellar y pavimentar los ríos y las barrancas cuyas aguas habían ido ensuciándose. De modo que las inundaciones siguen ilustrando las noticias en este siglo. Un día se nos cuenta que el granizo entró a las casas y subió por las coladeras hasta los baños. Otro que la gente anda por las banquetas, con el agua hasta las rodillas, buscando los zapatos y las cacerolas, una televisión y un radio que la lluvia en torrentes sacó del primer piso de algunos edificios.

Sobre nosotros, desde la altura de su grandeza, los dos volcanes amanecen arrogantes y llenos de nieve. Muy pocas veces pueden verse de aquí, ni en el verano ni en algún otro tiempo, porque aquí el horizonte se angostó hace cuarenta años. Nada comparado con la edad de las montañas que nos rodean, media vida si comparamos con la nuestra. El volcán al que se llama Iztaccíhuatl, que quiere decir mujer dormida, brotó hace once millones de años y está recostado bajo la figura de su tardío compañero, el volcán Popocatépetl, guerrero humeante, que llegó a buscarla hace sólo cuatro millones de años y que dada su juventud aún retoba de cuando en cuando lanzando fumarolas que multiplican su tamaño. Crecen por seis o por diez los cinco mil metros de altura sobre el nivel del mar que esta montaña infinita deja caer sobre nosotros en las madrugadas. No conozco un horizonte más bello que este del verano bajo los volcanes. Ni uno que pueda volverse más espantoso.

Ahora es verano otra vez y desde el otro verano mi madre amenaza con morir y sigue viva. Incluso para pasmo de los volcanes, sigue viva. Así que duermo varias noches a la semana del otro lado del valle, en Puebla. Bajo la misma lluvia.

Salgo de la ciudad de México por un rumbo en que es más fea que por ningún otro. Y los volcanes aparecen a lo lejos. Uno los ve rodeados de casas pestilentes, al fondo de un basurero, en el infinito que se adivina al principiar la carretera. Salgo por un camino hostil, entre camiones que cargan mercancías y camiones que llevan personas hacia destinos indescifrables. ¿A dónde va toda esa gente que dormita su cansancio en medio del ruido, el aire negro y el olor a podrido que se adueña del aire? No se sabe con certidumbre, pero se adivina que van o vienen de las casas que flotan entre los charcos, una tras otra hasta que se pierde la vista en los volcanes impávidos.

Por lo que se ve los mexicanos no somos un pueblo contemplativo. Destruimos con avaricia. Sin embargo, la naturaleza aún se defiende. Al otro lado, desde la ciudad en que crecí admirando las montañas, aún hay sitios, pocos, en los que el aire es transparente y ellas reinan atrás como el único destino de cualquier mirada. Allá, mi hermana y mi madre rescataron y cuidan una laguna que amenazaba con desaparecer en el lodo. Desde ahí es imposible huir de su poder, no ver los volcanes, no sentirse avasallado por su alcurnia, no pensar que es bello el mundo que los resguarda.

Es verano y una tristeza sucia me tiene tomada la frente. A ratos toda yo me inundo como el valle. Voy a Puebla en busca de mi madre que agoniza. Subo la cuesta que lleva a los volcanes y cerca de sus cimas no hay sino paz y armonía. Hasta la ciudad que hace media hora bostezaba mugrosa, se ve inocente y acogedora, brilla el agua encharcada y se alumbra como si abajo hubiera plata.

De todos modos, pienso, estoy rodeada de belleza más que de horror. Heredaré más alegría que espanto, más avidez que miedo. Al fondo estarán siempre los volcanes. Y siempre, en el verano, altiva como si fuera novedad: la lluvia.

RAQUEL MARÍN

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