Razones para el optimismo
El cine se hunde, la industria del disco no digamos, se venden muchos libros pero de los mismos títulos, y el teatro..., ah, el teatro sigue siendo el Magnífico Enfermo, como decía George Kaufmann. Uno de los montajes estrella del Grec ha sido El rei Lear, dirigido por Oriol Broggi, en impecable traducción de Joan Sellent, que ha llenado todas las noches durante un mes. La noche que vi la función había tortas para conseguir una entrada. ¿Por qué ese público estival decide salir de su casa, dejar sus DVD y su aire acondicionado, para pasar dos horas en un espacio incómodo y caluroso viendo una historia escrita hace cuatro siglos? Respuesta: por la fuerza del texto, la verdad de los actores y la mirada del director, todo cosido a mano, artesanía pura, sucediendo a dos pasos, sólo para nosotros y de manera irrepetible, no hay más cáscaras. Dato a retener: el Lear de Gerardo Vera había desembarcado en el Nacional un mes antes. Unas cuantas voces decisorias proclamaron que en Barcelona no había público para dos montajes de una misma obra y ha pasado justo lo contrario: ambos han arrasado. Incluso diría que buena parte de quienes vieron el Lear del CDN han repetido con el de Broggi: estupenda muestra de salud, de pasión teatral. El espacio es la nave gótica de la Biblioteca de Cataluña, convertida en un trasluz de Aviñón, un Aviñón de bolsillo, por el empeño de Broggi y su banda. Empeño singular en un director joven: una programación de clásicos. Por allí han pasado El Misántropo, la exitosa Antígona que luego se vio en la Abadía, y Tío Vania, y Hedda Gabler, y El hombre de la flor en la boca, entre otros títulos. Me ha encantado que Broggi volviera a la nave con Lear porque es formidable ver a un artista aprendiendo de sus errores: tras el morrón de su desmesurada puesta de El círculo de tiza en el Nacional, que se le escapaba por todos lados, Lear supone el retorno a un formato humilde, manejable, esencial. Se ha hablado de la impronta de Brook, y es cierta, pero a mí me recuerda también (disposición escénica, concentración, incluso vestuario: perfume, en definitiva) al histórico Lear de Richard Eyre en el Cottesloe, en los noventa. Pasillo central de tierra, gradas a los lados. Con el problema, eso sí, de que te has de desnucar un poco para ver las acciones del fondo y el fondo mismo, donde se proyecta un precioso paisaje de movedizas nubes de tormenta. En el centro, creciendo como un árbol fractal, un reparto con escasos desajustes, muy bien conjuntado, y en el que casi todos brillan. Ahí tenemos, en el rol titular, al superlativo Joan Anguera, al que Broggi ya le había repartido, con excelente ojo, el Altísimo de Primera historia de Esther, que le valió muy merecidamente el Premio de la Crítica. Anguera es un Lear soberbio y conmovedor, un jabalí feroz y un padre dolorosamente consciente de las dentelladas de la ingratitud pero también de su mala cabeza: no es habitual atrapar y mostrar todos esos registros. Le falta, quizás, porque siempre falta algo a la hora de interpretar a ese titán, un punto de grandeza última en el resquebrajamiento (la alcanzará: menudo es). Es casi un acto de justicia poética que Kent, "su" Kent, sea Ramon Vila, otro pájaro de altura, eterno copain de La Gàbia de Vic, uno de los grupos históricos del teatro catalán. Vila es un Kent poderoso, sardónico, seco y desolado, entre, mido mis palabras, Philippe Leroy y un joven Lino Ventura. También hay que celebrar, con salvas de ordenanza, el retorno, a lo grande, de Mercé Pons como Goneril en el mejor trabajo de su vida: una intensidad clara y constante, erizada y memorable. Y Marcia Cisteró, a la que nunca he visto dar un mal paso, como una apasionada Regan, y Pep Jové, un actor demasiado abocado por su físico a la composición de malvados hiperbólicos, que sirve aquí un Gloucester muy bien modulado, perfecto en la escena de Dover, de la mano, literal, de Óscar Muñoz, que también borda, como pocos, la difícil dualidad Edgar/Tom. Y más salvas para Xavier Ripoll, que interpreta a Edmund como un Hamlet mal tourné, afiebrado y turbio. Y el placer de ver a Carles Martínez, convirtiendo a Oswald en un primo hermano del untuoso Osric, y a Oriol Guinart, al que descubrí en el Lúcido de Spregelburd, como un bufón entre desvelado y psicótico (ojo ahí con los tics). Y saludar el debut de Paula Blanco, una joven actriz que ataca a Cordelia con un par, o un doble par, porque se lanzó a sustituir a Myriam Gallego la noche del estreno en el Nacional del Lear de Vera, ahí es nada, y a sus 23 años torea con un aplomo de narices. Un buen puñado de razones para el optimismo, como diría Ian Dury.
Anguera es un Lear soberbio y conmovedor, un jabalí feroz y un padre dolorosamente consciente de las dentelladas de la ingratitud
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