Del Spitz analógico al Phelps digital
Conocí a Mark Spitz en 1969, cuando me incorporé al grupo de entrenamiento de James Doc Councilman en Bloomington, en la Universidad de Indiana. Era sencillo, introvertido y accesible sólo para sus amigos o muy allegados. Convivimos tres años. Compartimos cientos de horas en la piscina, y otras muchas en la mesa de juegos. Él era el maestro. Nos enseñó, a mí y a los demás compañeros, todas las variantes del póquer. Así pasamos tres temporadas. Él no acabó la cuarta. Si lo hubiera hecho, habría obtenido el título de dentista. Pero decidió retirarse después de los Juegos de Múnich. Acababa de ganar siete oros en una semana y ya no necesitaba el título. Primero probó suerte como showman. Acudió a todos los programas de televisión, empezando por el Show de Bob Hope. Quisieron convertirlo en el nuevo Tarzán. En el sucesor de Johnny Weissmuller. Pronto descubrieron que su timidez no le permitiría vivir del espectáculo. Desde entonces, se dedicó a la tarea más lucrativa que existe: los negocios inmobiliarios. Se casó con Sue, y lleva una vida discreta.
No le gustaba mucho entrenarse. Cierto día, unos meses antes de Múnich, dijo que se marchaba a California a entrenarse con Sherman Chavoor. Desapareció tres semanas. Un día Chavoor llamó a Indiana: "¿Dónde está Mark?". "¿Cómo que dónde está?", le dijo Councilman; "¡se fue contigo!". Simplemente había decidido tomarse unos días. Era tan bueno que a veces decía: "Si hago tal marca, hoy no me entreno más". Era capaz de nadar a ritmo de récord del mundo en los entrenamientos, pero a veces le faltaba consistencia. Antes de los Juegos de México no puso toda la carne en el asador, y la altitud le pasó factura.
A Mark le costaba meterse en la piscina, pero era un competidor nato. Michael Phelps se le parece en esto. Comparten la afición por el póquer y el mismo dominio de las emociones en los días de carrera. En aspectos físicos y técnicos, Phelps es mucho más completo. Mike mide 1,95 mientras que Mark, que no pasaba del 1,77, estaba por debajo de la media estadounidense. Pero si lo mirabas de perfil, su cuerpo describía una ese perfecta, con la espalda hacia atrás, los muslos prominentes y las piernas a partir de las rodillas en curva muy acentuada hacia atrás. Para la mariposa le venía de maravilla. Se tiraba al agua y aquello era un pez que se deslizaba como un delfín, por encima o por debajo de la superficie. Ello, junto a una concentración descomunal antes de la competición o ante cualquier reto, le daban un plus del que los demás carecíamos. Nunca he visto a una persona apartarse del grupo y concentrarse de aquella manera. "Dadme 10 minutos", decía. Se quedaba solo y se transfiguraba. Le cambiaba la cara.
Phelps es más humano. A Spitz nunca lo habrían cogido conduciendo pasado del límite de alcoholemia, como le pasó al chico de Baltimore. En el agua, sin embargo, Phelps es más perfecto. Nada mejor la braza. Es técnicamente superior, pero en esto influye la evolución de la natación desde un punto de vista científico. Phelps domina las pruebas de estilos como nadie lo ha hecho jamás. Pero ha tenido más facilidades que las generaciones precedentes. Los entrenamientos han cambiado y la técnica ha mejorado. Phelps ha puesto el valor intransferible. Si uno no ha nacido para pez, ya le pueden meter sesiones de técnica tantas veces como quieras y de la manera que quieras, que saldrá del agua como un gato.
Spitz completó su vida de nadador como estudiante, compitiendo en el marco de la NCAA, órgano regulador de los campeonatos universitarios. Phelps tiene prohibido competir en la NCAA porque está prohibido cobrar un céntimo. Pero tiene la ventaja de ser un profesional. Es el atleta más patrocinado del mundo.
Veamos ahora si este hombretón, que tiene una musculatura acorde con la envergadura y unas proporciones propias de la era digital, puede emular o superar los resultados que Spitz consiguió en la época de los cronómetros analógicos. Si lo logra, se convertirá en el Million Dollar Baby. Es lo que promete pagarle el fabricante de su bañador, Speedo, si logra la hazaña.
Santiago Esteva fue el primer español en nadar una final olímpica, los 200 espalda en los Juegos de México.
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