Bañistas y bucaneros
No son bravías sino mansas las costas que observamos desde Benidorm hacia el sur, y por esta virtud las playas que en ellas se constituyen son dulces y se insinúan, y así atraen -en un prodigio de amor a primera vista- a los seres más dispares, al bañista y al bucanero, que adivinan al unísono que ese es lugar idóneo donde desarrollar su juego favorito.
En el primero de los casos -que es hoy el más común-, los cuerpos se tienden en la arena bajo el sol abrasador y cuando su cuerpo ha alcanzado en el interior los 45 grados -muy hecha, diría un perfecto comedor de carne roja- se dirige hacia las aguas para amortiguar la cocción, y así una y otra vez, hasta que su cuerpo presenta ese característico color marrón oscuro que se produce cuando en las proteínas de la piel se ha alcanzado la bendición de la reacción de Maillard y se han caramelizado para satisfacción propia y ajena.
El caso del bucanero es más complejo y aún quizás más doloroso, puesto que alcanzadas las arenas de la playa necesitaba batirse con la cruzada que le salía al paso, y sufrir el descalabro que es de todos conocido, ya que pese a la imagen de triunfo que se desprendía de los primeros asaltos y embestidas, a la postre quedaba derrotado, como muy bien nos muestran -en toda su crudeza- las fiestas llamadas de moros y cristianos que en el ámbito valenciano se prodigan. Los triunfantes caballeros nacionales, ayudados por almenas y torreones, avisados de sus torres -costeras y de la huerta-, y respaldados por murallas y gañanes, contuvieron invasiones sin cuento del islam y sus caudillos; y siglos después aún hurtaron raptos y rapiñas de los hermanos Barbarroja, y de sus compinches y descendientes -berberiscos todos ellos- gracias a la militar visión que propiciaba su talento y experiencia, digo de Bernardo de Sarriá o don Felipe II.
Las playas que amaban los berberiscos eran de arenas finas como el oro, y las aguas que las acariciaban tranquilas de natural, y pese a que de tanto en tanto las tierras se encrespaban y surgía de pronto el temido acantilado, no dejaba de ser este accidente a sortear camino de la siguiente villa en el litoral.
Con la playa, el mar, y con éste los pescadores, y con ellos los pescados, y la subsistencia que les aportaba combinándolos con los humildes vegetales de la tierra y algún que otro producto de la caza.
Del mar la borreta de melva, sabrosa combinación de cebolla, patatas y ajos con ese pequeño pescado azul que es la melva, salada para conservar y desalada para cocer. O los pequeños pulpos a la vilera -por La Vila Joiosa- con el sofrito de siempre, las especias de costumbre y algunas almendras que traben el guiso.
Y de la tierra la sang amb ceba, racial plato popular que mezcla la sangre coagulada con la cebolla en una fritura sedosa que resbala por la boca dejando un dulce aroma con recuerdos al orégano y el picante que la acompañan. Y para beber, en el aperitivo o a toda hora, el sin par nardo, heterogénea combinación de café granizado y absenta, que hace feliz el paladar de moros y cristianos cuando rememoran sus desembarcos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.