Nacida para la danza
Lucía Lacarra, estrella del Ballet de la Ópera de Múnich, inicia su gira española
Lucía Lacarra (Zumaia, Guipúzcoa, 1975) tiene un par de piernas eternas, un nombre y un apellido eufónicos, idóneos para una estrella, y las articulaciones de goma. "Tengo hiperextensión articular", revela, mientras rota ambos codos cerca de 360 grados. Eso explica, en parte, la fluidez con que enhebra figuras alambicadas y equilibrios prodigiosos en el Duke Ellington Ballet, coreografía de Roland Petit que lleva de gira por España. "En danza, lo difícil tiene que parecer fácil", apunta. "Cuando todo resulta sencillo y etéreo, es porque el trabajo está bien hecho. No creo que el público venga a analizar como nos movemos, sino a disfrutar de ello".
La estrella del Ballet de la Ópera de Múnich, única española que reúne los premios Benois y Nijinski, oscars de la danza, baila esta noche en Peralada, en Mallorca (el 2 de agosto), en Madrid (del 5 al 7) y en Santander (8 y 9) con la compañía Asami Maki, de Tokio. Esta vez no le acompaña Cyril Pierre, su pareja durante los últimos 13 años. "Mi relación sentimental con Cyril se terminó, aunque seguimos trabajando juntos porque tenemos una complicidad enorme, que redunda en la calidad de lo que hacemos. Cuando conoces a tu compañero a fondo, se produce una fusión". Lacarra advierte del peligro de mezclar el amor con un trabajo absorbente: "Como en este oficio no hay vacaciones, ni tiempo libre, llega un momento en el que tu vida privada queda a un lado, y no sabes si estás viajando con tu compañero artístico o con tu novio".
En el ballet, sin embargo, hay parejas célebres que duran y duran. "No tantas como se cree. Pero cuando bailan dos que se quieren se nota la diferencia, porque se exigen más. Con tu pareja, puedes cerrar los ojos y dejarte caer sin miedo. Eso, rara vez pasa con otro. Aunque a mí me ha ocurrido este último año con Marlon Dino, un chico más joven que yo. En nuestro primer ensayo, sin conocernos apenas, cuando tendía mi mano la suya ya estaba ahí, exactamente donde la esperaba, sin necesidad de mirarnos. Nuestra conexión fue total. Otros chicos tienen mucha fuerza, pero no se atreven a sostenerme la mirada".
Lacarra es un caso de vocación temprana. "A los tres años, le decía a todo el mundo: 'Voy a ser bailarina'. No decía: 'Quiero', sino: 'Voy'. Pero no empecé a dar clase hasta los 10, porque en Zumaia no había dónde. Pretendían que hiciese gimnasia rítmica o danzas vascas, y yo respondía siempre que no". A los 14 años, entró en la escuela de Víctor Ullate, y a los 15, en su ballet. Con 18, Roland Petit la escogió para tomar el relevo de su musa, Dominique Khalfouni, al frente del Ballet de Marsella. "Me cambió la vida. Con él aprendí a interpretar, a ponerme en la piel del personaje".
Si a Lacarra le ofrecieran un ballet a la carta, elegiría uno melodramático. "No me importa el estilo, sino la intensidad de la historia, que me obligue a sufrir una transformación radical en escena. Me gustan los grandes desafíos interpretativos. Querría hacer Lo que el viento se llevó, si es que eso se puede traducir a danza".
A partir de septiembre Lacarra bailará durante dos meses en la Scala de Milán, y el año próximo volverá a España, por vez primera con su Ballet de la Ópera de Múnich: "Somos 75 intérpretes, de 33 nacionalidades y tenemos un repertorio donde caben casi todos los títulos clásicos y los coreógrafos más diversos, desde John Cranko a Jiri Kilian, pasando por Balanchine, MacMillan, Forsythe, Pina Bausch y Lucinda Childs".
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