¡Shalakabúm!
En medio de la estampida que provoca el principio de las vacaciones de verano, conviene hacer alguna reflexión sobre la forma en que nos desplazamos a esa playa, a ese pueblo en la montaña o a esa aldea, entre Bujara y Samarcanda, donde los viajes se resuelven con esta fórmula maravillosa: ¡shalakabúm! Si hoy es posible hablar por teléfono desde la punta del Canigó, con alguien que va navegando el río Misisipi, a bordo de una barcaza; o enviar un libro de trescientas páginas, en un nanosegundo, por correo electrónico; no se entiende cómo para desplazarse de un continente a otro hay que seguir metiéndose en un tubo a presión, que avanza a la misma velocidad ridícula que ya tenía hace cincuenta años. Es probable que, de todos los inventos de la modernidad, el avión sea el que menos ha evolucionado; de hecho, ha involucionado mucho, porque antes los asientos eran más espaciosos, las azafatas más amables y los whiskys y los vodkatonics corrían durante todo el viaje con entrañable ligereza. A mis abuelos, hace décadas, les tomaba doce horas viajar en avión de España a México; el mismo tiempo que les ha tomado durante años a mis padres, y que nos toma ahora a mí y a mis hijos. Basta con mirar alrededor y comprobar lo que ha pasado en este mismo tiempo con el teléfono, la televisión, el gel facial, las prótesis corporales, los métodos para controlar la natalidad, o los autobuses y las autopistas. Pero hace unos días en las páginas del diario inglés The Guardian, hemos podido ver que hay luz al final del túnel, o del tubo, si pensamos en ese habitáculo engorroso, claustrofóbico y promiscuo que es el avión. Esta luz era una noticia que parafrasearé a continuación: cuando Gene Roddenberry, el creador y director de Star Trek, o Viaje a las estrellas, se preparaba para rodar los primeros capítulos de esta famosa serie, el alto mando de los estudios Paramount puso el grito en el cielo al enterarse, porque así estaba estipulado en el guión, de los cuantiosos aterrizajes y despegues que efectuaba la nave; después de poner el grito en el cielo le pidieron a Roddenberry que buscara una alternativa más barata y, lo que se le ocurrió, abrió una vía que desde entonces han explorado decenas de científicos: "Que se teletransporten y que simplemente aparezcan y desaparezcan de la superficie de un planeta", dijo el visionario Roddenberry y, con esta solución simple sólo en apariencia, le ahorró mucho dinero a la Paramount. Los personajes teletransportados de Star Trek, son el origen del experimento que hace unas semanas realizó, en las Islas Canarias, un grupo de científicos que logró teletransportar un fotón a lo largo de las 89 millas que hay de la isla de La Palma a la de Tenerife. Según el diario The Guardian, este viaje del fotón hay que leerlo como la inauguración de un proceso que en este siglo, o cuando mucho en el que viene, permitirá que las personas puedan teletransportarse de un sitio a otro. El viaje del fotón anima. Su desplazamiento instantáneo de una isla a otra nos permite vislumbrar que, eventualmente, podremos librarnos de la opresiva carcasa del avión y viajar con libertad e inmediatez, y sin tener que desnudarnos en los controles del aeropuerto, a cualquier punto del globo. Podremos desayunar en México, comer en Barcelona y cenar en Pekín sin la pesadez de ir cargando la maleta, porque si, por ejemplo, necesitas una corbata para la cena, simplemente haces ¡shalakabúm!, como en Samarkanda, y apareces en tu armario donde tienes las corbatas. Y una vez hecho el nudo: ¡shalakabúm!, y apareces nuevamente en la cena, de vuelta en Pekín, diciendo, para retomar el hilo de la conversación: "caballeros, ¿en qué íbamos?". Y si nadie te contesta o te dicen algo que no está a la altura de tu corbata, ¡shalakabúm!, y te teletransportas a Rio de Janeiro, cenas solo y bebes caipirinhas con vistas a la bahía, pides la cuenta y antes de que regrese el camarero, ¡shalakabúm!, a Islandia. Y ahora aprovecharé la palabra mágica para irme de vacaciones instantáneamente, ¡shalakabúm!
No se entiende cómo para viajar tenemos que desplazarnos a la misma velocidad de hace cincuenta años
Jordi Soler es escritor.
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