Bradomín
Puede tratarme de tú, otra cosa no oirá en esta república libertaria, pero llámeme marqués, me pidió mi compañero de habitación la primera vez que me hablaba, de vuelta yo del quirófano y de la anestesia. Con el despertar había ido reviviendo el viraje brusco del coche que me llevaba a Santiago, la maldición del conductor. En el hospital, en una ciudad de la Galicia más interna, me dijeron que se estaba construyendo un hospital nuevo y que en este de ahora el operado de una rodilla podía tener de compañero a un demente senil.
Mi demente era pacífico y se me presentó cortésmente, soy el marqués de Bradomín, y siguió con una sarta de apellidos, los Cela, los Montenegro, y el más improbable, un Bibbiena de Rienzo. Cuando dejaba la cama, y lo hacía según su marquesal gana, su figura era noble y quijotesca, aun con la bata gregaria que te presta la Seguridad Social. Yo, en cambio, no podía moverme, con la pierna estirada y prisionera en un cepo odioso. Me conmovió que una noche hubo necesidad de vaciar mi orinal y "el marqués" lo hizo con sencillez, aunque suspirando. En el palacio de Viana del Prior, murmuró, había siempre un casiller solícito, pero ya se lo dije a usted, esto es una república que sólo arreglaremos con el triunfo definitivo de la causa.
Ayer te dejaste la cena menos la leche frita, exquisito, que eres un exquisito -le riñó la auxiliar de clínica, que no era muy fina.
¡Moza insolente!, en la noble casa de nuestro linaje a una criada como tú se la tendría para el cuidado de los cerdos, con perdón, y "el marqués" me dirigió a mí el "con perdón".
Salió la chica y desde la puerta me hizo una seña de complicidad, la de su dedo barrenando la sien como alusión a la guilladura del paciente.
Un joven médico residente atendía nuestra planta, en una de sus visitas me encontró solo y me dio algunas noticias sobre mi compañero de habitación. "El marqués" era, hasta su caída en la insania, profesor de instituto, formado en su juventud al calor de Otero Pedrayo. El traumatólogo que me operó apareció una sola vez y me dijo que mi problema requería tiempo. Opté por vivirlo como una ficción. Ciertamente, el marqués (empezaba a verlo sin comillas) resultó un doble fantástico de mi admirado Bradomín. Le noté una predilección por la Sonata de otoño. Hablando de la pobre Concha, su amante moribunda en el palacio de Brandeso, se le soltó una lágrima que resbaló despaciosa hasta perderse en la fronda de su barba. Pero se encandiló al hablar de Tierra Caliente, aunque no quiso contestar cuando le pregunté si realmente habían sido siete los copiosos sacrificios que ofrendara a la Niña Chole en sólo una noche, tórrida.
Una mañana aparecieron en la habitación dos mozos fornidos, con batas blancas donde podía leerse: Psiquiátrico de Conxo. Le ayudaron a recoger sus pertenencias escasas y yo los miré con malos ojos porque venían a quitarme el único libro que me consolaba entre cuatro paredes blancas.
Antonio Pereira (Villafranca del Bierzo, 1923) ha publicado recientemente el libro de relatos La divisa en la torre (Alianza, 2007).
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