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Reportaje:TOUR 2008 | Novena etapa

El agitador Riccò hace dudar a los cardenales

Los pretendientes dedican al estudio la primera etapa de montaña, donde el escalador asusta con una exhibición

Carlos Arribas

Y entonces, de repente, el monaguillo se subió al púlpito y le enmendó la plana al cardenal, tan atento a la liturgia, a los ritos sacralizados simplemente por su repetición religiosamente respetada año tras año, que se había perdido el recuerdo incluso de su significado.

Y a la gente le complació lo que oyó, el verbo agitado, demagogo, y pidió más. Y, entonces, los cardenales dudaron, siguieron repitiendo lo mismo, pues no conocían otro sermón, pero por dentro pensaban distinto: ¿y si ahora resulta que después de tantos años nos hemos estado equivocando?

Todos vigilaban a todos cuando apareció Piepoli llevando de la mano al ganador
"Que yo recuerde, sólo he visto a Armstrong hacer algo así", dijo Pereiro
"En Hautacam actuaremos los grandes de verdad", anunció Menchov
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El Tour es cada día una clásica, un campeonato del mundo cotidiano, con sus propias reglas, su propia dramaturgia interna, su peripecia primera, nudo y desenlace, pero, para dar complejidad al asunto, son historias abiertas, no parten de cero, se dejan contaminar por lo que pasó el día anterior, influyen en la etapa siguiente. De la contradicción entre una y otra historia nace la acción. Pasó todo eso ayer por la vieja ruta de los Pirineos, desde el Peyresourde hasta el pie del Tourmalet por el Aspin luminoso y abierto. Allí toda la teoría se hizo carne -bueno, mayormente, huesos y un poco de pellejo para completar 59 kilitos de escalador- en el cuerpo de Riccardo Riccò, monaguillo irreverente, pequeño diablo con alma de pirata, alimentado espiritualmente en su casa con vídeos de Pantani e intelectualmente durante la carrera en la oficina, ya cátedra, de Leo Piepoli.

Leo Piepoli, veterano escalador de la Apulia, mínimo de cuerpo, grande de cabeza, tiene la costumbre desde hace años de pasar toda la primera semana del Tour, la que hasta ahora sólo consistía en etapas llanas en las que él, y todos los escaladores, lo único que podían ganar era unos cuantos coscorrones, a cola de pelotón. Allí establece su oficina a la espera de su terreno y allí, aparte de algún otro amigo, se ha pasado unos días Riccò. Allí se corre el riesgo de perder tiempo algún día si se producen cortes -como le ocurrió a Riccò y a Menchov, precisamente, la víspera de la contrarreloj: sólo 38s porque los grandes equipos no quisieron castigarlos-, pero también se aprende mucho y, sobre todo, se transita con calma, sin apenas estrés fatigante los primeros, peligrosos, días de Tour. Pero cuando la carretera se empina, Leo hace mudanza. Traslada su escuela a la cabeza del pelotón, tiñe de blanco y amarillo pálido, los colores de su equipo, el Saunier Duval, los primeros puestos, siembra el desasosiego y transforma la palabra en victoria. Lo hizo el jueves pasado en el tobogán de Super-Besse, pequeña capilla de barrio, donde su discípulo más querido, su amigo Riccò, ganó; lo repitió ayer en un escenario más grande, la catedral del Aspin. Y a su alrededor la gente se mira. Riccò, que perdió en la contrarreloj, 30 kilómetros, tres minutos con Evans y Menchov, dos con Valverde y Sastre, está a más de cuatro minutos.

Era el día de la contemplación y la reflexión, habían decidido las vacas sagradas. Día en el que, pensaban, la lucha de los que quieren ganar la etapa -como los Euskaltel, que, perdida la fuga inicial, se uncieron al yugo de la cabeza, se convirtieron en reata y tiraron y tiraron desde el Peyresourde hasta el Aspin-, no debe influir en las decisiones de los que quieren ganar el Tour, quienes bastante tendrían con clavar sus miradas en los detalles que consideran reveladores de sus rivales, las venas del cuello, por ejemplo, los jadeos extemporáneos, los movimientos intempestivos, los faroles. Así Evans miraba a Valverde y miraba a Menchov y miraba a Sastre, y todos se vigilaban a todos en un círculo recíproco y Evans, además, se miraba a sí mismo, círculo reflexivo, pues se había caído -ay, la terrible combinación de las fuerzas de la gravedad y centrífuga en una curva cuesta abajo y mal peraltada sobre asfalto con gravilla- y llevaba magullado todo su costado izquierdo, desde el hombro hasta la rodilla.

Y así estaban todos, felices en su contemplación, obedientes a su liturgia, cuando por allí apareció Piepoli llevando de la mano a Riccò. Habían decidido que iban a ganar la etapa. Faltaban aún 10 kilómetros para la cima del Aspin: de allí a la meta, 26 kilómetros más en abrupto descenso y en falso llano. Rápidamente actuaron: primero Piepoli tensó la cuerda, jugueteó con Pereiro y con algunos otros y luego se apartó. Fue el detonante, al segundo, un cohete como un ciclista llamado Riccò -y no Pantani como creyeron algunos, por la espalda encorvada, las manos en la parte baja del manillar, la velocidad increíble de las piernas contra un desarrollo enorme: además, Pantani está muerto y nunca subió con casco- espantó a Pereiro, que apartó la mirada -"cuando yo ataqué", dice el gallego que ganó el Tour de 2006, "era la zona de menos porcentaje, pero Riccò salió en lo más duro. Imposible seguirle: que yo recuerde sólo he visto a Armstrong hacer algo así"-, superó dejando clavados a un pequeño grupo de fugados, entre ellos a Arroyo, que se apartó como el corredor del encierro cuando siente al toro lanzado a toda velocidad a por él, y continuó igual, esprintando un trecho, culo arriba, sentado otro. En un nada, dejó a todos a un minuto. En un menos, adelantó a Lang, el último resistente de los fugados y se lanzó a tumba abierta hacia Bagnères de Bigorre. En el pelotón, ya reducido a unos 50, dejó plantada una semilla de cizaña, regalo envenenado de los campeones.

Poco después del ataque, Eusebio Unzue, un técnico que está experimentado con la tercera vía -cómo ganar el Tour intentando ganar todas las etapas importantes-, puso a su equipo, el Caisse d'Épargne, el de Valverde y Pereiro, el más numeroso del grupo, con cinco -Evans llevaba a dos gregarios, como Menchov y como Sastre-, y logró congelar la ventaja de Riccò. "Era una forma de invitar a los demás a que entraran", dijo Unzue. "Pero no hicieron mucho caso".

Terminada la etapa, habló Menchov, resumió el pensamiento de los cardenales, que se aferran a su tradición pese a que los signos del cielo indican un cambio "No, Riccò no ganará el Tour", dijo el ruso de la escuela navarra. "Hoy en Hautacam

[punto final de la travesía pirenaica tras el Tourmalet], los grandes actuaremos de verdad. El Tour es muy largo, queda una contrarreloj de 50 kilómetros, Riccò no llegará muy lejos". También se decía eso de Pantani en 1998, otro año en el que los ritos fueron destrozados por un diablo.

Riccardo Riccò lanza besos al cielo al entrar en meta para celebrar el triunfo de etapa que logró ayer.
Riccardo Riccò lanza besos al cielo al entrar en meta para celebrar el triunfo de etapa que logró ayer.AFP

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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