Para orientarse un poco
Veo en una de las últimas cubiertas de The New Yorker un excelente dibujo de Adrian Tomine que me ha dado que pensar. Se trata de una escena urbana ambientada en una calle de barrio, a primeras horas de la mañana: mientras un librero se dispone a abrir su pequeño comercio, en la puerta de al lado una vecina le mira de reojo al tiempo que recoge de manos de un mensajero una caja de cartón en la que puede distinguirse la marca Amazon.com. Hasta aquí la ilustración. Ignoro cuánto tiempo podría resistir el propietario de esa librería de proximidad si a todos sus vecinos les diera por encargar sus desiderata a la globotienda de Jeff Bezos, pero lo cierto es que, en todas partes, la librería independiente se encuentra en peligro. Las dificultades a las que se enfrenta son muchas, y no todas provienen de Carrefour o de los demás "libródromos" que le hacen la competencia con sus pilas de best seller, sino también de que muchos pequeños libreros son reacios a emprender los cambios e inversiones que les facilitarían una relación más estrecha con la comunidad a la que pertenecen. Claro que entre nosotros no suele ser habitual encargar un libro y que llegue antes de que a uno se le quiten las ganas de leerlo. En un reciente artículo, el novelista escocés Andrew O'Hagan afirmaba que las buenas librerías son ámbitos en los que se intercambia material vivificador (life-giving), y donde los escritores y los lectores depositan y encuentran sus (respectivos) secretos. Es cierto, con tal de que se añada otra figura: la del librero que conoce los gustos de sus clientes. Y ése es precisamente el tipo de librerías que no debería desaparecer: aquellos establecimientos en los que no sólo se puede hallar el libro que se busca, sino que están concebidos para que en ellos pase un rato agradable la gente a la que, simplemente, le gustan los libros, todos los libros. Fue precisamente uno de esos libreros, Antonio Méndez, quien me hizo reparar en un volumen que él aún no había leído, pero del que otros clientes -mis semejantes, mis hermanos- le "habían dado buenas referencias". El libro era La excepción, de Christian Jungersen (Mondadori), un thriller -en este caso la etiqueta de género empobrece irritantemente el resultado- que me está consolando de que no tenía nada de John Connolly (Tusquets) o Fred Vargas (Siruela / Punto de Lectura) o Henning Mankell (Tusquets) o Pietros Márkaris (Tusquets) o Donna Leon (Seix Barral) o Elmore Leonard (Alianza) o Benjamin Black (Alfaguara) que echarme a la mente. Y un verano sin (buenos) thrillers siempre me ha parecido un verano tonto, qué quieren que les diga.
No deberían desaparecer las librerías concebidas para que en ellas pase un rato agradable la gente a la que, simplemente, le gustan los libros
China
En su libro En castellano (México, 1960), Blas de Otero (1916-1979) incluía un brevísimo poema sin título que era toda una declaración de principios: "Quisiera ir a China, / para orientarme un poco". No es que yo suela tener muy presente al más metafísico de nuestros poetas socialrealistas, pero lo cierto es que he recordado esos versos -una especie de haiku castizo con guiño marxista-leninista- ante la avalancha de libros sobre el "gigante oriental" que ha caído sobre mí en las últimas semanas. Algo muy conveniente ahora, cuando un número nada desdeñable de nuestros compatriotas se apresta a emprender sus vacaciones por una China ya casi totalmente abierta al turismo de masas. Tan abierta que en las guías turísticas anglosajonas para gays se incluyen, para uso y disfrute de aficionados, las direcciones de varios locales de los que antes se llamaban "de ambiente". Y es que allí los homosexuales ya no son acusados de padecer "desorden mental". Bueno, al menos no siempre ni en todas partes. Hasta en esos asuntos de cintura para abajo los sucesores posibilistas de la antigua burocracia maoísta se han puesto por delante de la Iglesia católica, que sigue haciendo asquitos o frunciendo la doctrina ante lo que sucede en la calle. (A propósito: ¿ya le han echado un vistazo a Por qué no podemos ser cristianos -y menos aún católicos-, de Piergiorgio Odifreddi, RBA?). En todo caso, quién les iba a decir a los chinos de hoy, educados en aquello de que "en una sociedad de clases el carácter de clase constituye la verdadera naturaleza y la verdadera sustancia del hombre" (Liu Chao Chi: Para ser un buen comunista), que "los tigres de papel, los tigres muertos, los tigres de requesón de soja" del imperialismo iban a terminar campando por sus respetos en los bares homo beijineses (lo siento, pero de las lesbis no se dice nada). Pero bueno, a lo que íbamos. Entre los libros que no deberían faltar en su equipaje si -gay o no gay- deciden viajar a China, les recomiendo tres de ahora y un clásico: El dragón y los demonios extranjeros, de Harry G. Gelber (RBA), una historia del país a través de sus relaciones internacionales; En el gallo de hierro, de Paul Theroux (Punto de Lectura), un estupendo travelogue de un largo recorrido en tren, y Los mares de Wang, de Gabi Martínez (Alfaguara), relato de un interesantísimo periplo por la costa. El clásico es, claro, el Libro de las maravillas del mundo, de Marco Polo, que acaba de publicar Cátedra en su colección de Clásicos Universales. Bueno, y yí lù píng án ("¡buen viaje!", creo).
Memoria
Leo en una de las Tres elegías jubilares (1946) de Juan José Domenchina (Cátedra): "Yo no pido el olvido / -nepente de cobardes e insensatos- / ni el perdón. Sólo pido / justicia -limpios tratos, / clara ley-, sin clamores ni arrebatos". En Las formas del olvido (Gedisa), un libro al que vuelvo a menudo, Marc Augé explica que el deber de la memoria es el deber de los descendientes de quienes fueron víctimas del horror, y tiene dos aspectos: el recuerdo y la vigilancia. A la memoria (o desmemoria) de la Guerra Civil y de la Dictadura, y a sus (definitivos) efectos sobre la Transición española viene dedicándose desde hace tres lustros Paloma Aguilar Fernández. Quienes nos convertimos en sus fans (sí: uno puede convertirse en entusiasta de una profesora de Ciencia Política) tras la lectura de Memoria y olvido de la guerra civil española (Alianza, 1996), nos alegramos de que vuelva a la carga con Políticas de la memoria y memorias de la política (Alianza), en la que profundiza, desde un enfoque multidisciplinar y comparatista, en el peliagudo asunto de la memoria histórica (traumática) y las políticas en torno a ella. Las memorias dominantes y las memorias hegemónicas de la Guerra Civil y del franquismo no fueron exactamente lo mismo, pero, como ya sabemos, ambas fueron convidadas de piedra en el proceso de consensos y silencios que forjaron la Transición. Particularmente sugestivo es el capítulo en el que se analizan las políticas de justicia transicional en España, Chile y Argentina, y en el que queda claro que aquí todavía nos falta bastante en lo que se refiere a la reparación simbólica y material de las víctimas. Un estudio tan sugerente como oportuno.
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