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Columna
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Señuelos terminológicos

José María Ridao

Si el Partido Popular confirma en la práctica la estrategia que pareció imponerse en su congreso de Valencia, y es de esperar que lo haga, esta legislatura podría ofrecer algo que, en la anterior, resultó escaso por no decir inexistente: debate político, esto es, discusión razonada acerca de los problemas a los que se enfrenta el país.

Cualquiera de los asuntos que monopolizaron los cuatro años de espectáculo concluidos en marzo, como la estrategia para acabar con el terrorismo mediante el diálogo o las reformas estatutarias, era sin más reconducido a categorías distintas de la política. En el primer caso, más que del acierto o del error de reproducir un modelo inspirado en la experiencia irlandesa para acabar con el crimen y la extorsión, se habló de la moralidad o inmoralidad de ese modelo aplicado al País Vasco. Y en el segundo, fueron las esencias históricas las convocadas a escena, como si lo que estuviera en juego fuera el ser de España y no la posibilidad o imposibilidad política de gestionar el nuevo sistema autonómico que dibujaba el conjunto de los Estatutos reformados.

El Ejecutivo vasco pretende atribuirse una competencia que no tiene

Pero las favorables condiciones para que, a diferencia de la pasada, esta legislatura sea, por fin, una legislatura política, podrían resultar inútiles si se afianza el extraño derrotero que subyace en las primeras escaramuzas entre el Gobierno y la oposición, incluida la de los nacionalistas.

Ahora no parecen estar en peligro los consensos de Estado, sino un consenso previo y, por lo demás, imprescindible, que es el que asocia a las palabras con las cosas. Al presentar su proyecto en el Parlamento de Vitoria, el lehendakari Ibarretxe aseguró que se atenía a la legalidad porque lo que propone no es un referéndum, sino una consulta. Si en el primer caso se trata de una iniciativa que corresponde al Gobierno central, vino a decir Ibarretxe, en el segundo la ley no dice nada, y ese silencio podría interpretarse como una laguna que cualquier Ejecutivo autonómico estaría en condiciones de colmar. Imagina, pues, el lehendakari que basta jugar con las palabras, escogiendo unas y evitando otras, para sortear las dificultades jurídicas de su iniciativa.

El Gobierno, con buen criterio, ha decidido recurrir ante el Tribunal Constitucional: denomine como denomine el Ejecutivo vasco la convocatoria ciudadana que se propone llevar a cabo, está claro que pretende atribuirse una competencia que no tiene.

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Sucede, sin embargo, que Ibarretxe no es el inventor del método para escamotear las limitaciones legales por el procedimiento de establecer una cuestión previa de naturaleza terminológica. Antes lo usó el Gobierno socialista durante la pasada legislatura, quien, a su vez, siguió la pauta fijada por su predecesor popular. Así, cuando se insistió en la polisemia del término "nación" con motivo de la tramitación del Estatuto de Cataluña, no se hacía algo distinto de lo que pretendió el Partido Popular calificando de "misión humanitaria" su participación en la guerra de Irak. Mediante esta argucia apoyada en que la contribución de España a la invasión se concretó en un buque hospital, se pudieron vulnerar principios constitucionales como el de que no corresponde al Ejecutivo, sino al jefe del Estado, declarar la guerra, y menos sin contar con la aprobación del Parlamento. El intento de repetir la jugada, ahora con el término "crisis", es distinto, sin duda, de los anteriores, en la medida en que no existe ninguna obligación legal de llamar a las cosas por su nombre. Pero sus efectos políticos llegan tan lejos como los ejemplos de la pasada legislatura: Ibarretxe no está haciendo otra cosa que reclamar, implícitamente, su supuesto derecho a establecer el significado de las palabras.

Los buenos augurios sobre la posibilidad de que en esta legislatura se asista, por fin, a un debate político, a una discusión razonada acerca de los problemas a los que se enfrenta el país, se podrían ir por el desagüe de los señuelos terminológicos, que no son, en el fondo, más que una variante de un viejo enemigo de la democracia: la manipulación.

No existen razones para que la misma determinación empleada para anunciar el recurso contra la iniciativa de Ibarretxe, la llame consulta o referéndum, se aplique al resto de los asuntos, tanto por parte del Gobierno como de la oposición. Y si no se aplica, lo único que se estará afirmando es la competencia del poder para establecer el significado de las palabras. Una manipulación que en el País Vasco está hoy llegando demasiado lejos, pero a la que nadie parece dispuesto a renunciar.

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