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Columna
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Descrédito del fuego

Ni en el PGOU, ni en los planes parciales, ni en los estudios de población, ni en la llamada densidad demográfica óptima, ni en el parque móvil, que se sepa, se le ha reservado un espacio suficiente, ni siquiera un humilde hueco, al fuego lúdico y aun menos a su frágil arquitectura ornamental, crítica, grotesca y nómada. Si el fuego ampara las metáforas más variopintas y recurrentes, desde el amor y su inventario de caricias, a la conciencia perversa y flamígera de los inquisidores; desde la dulce mística de la repostería teresiana, a la presunta luz de la ilustración; desde la llama que consume la vida, aunque nos la embistan muy perra, a la ferocidad con la que se degüellan pueblos y más pueblos; el fuego ya no es un proceso químico capaz de hacer un hervido de acelgas o un solomillo de bisonte a la plancha, sino una vitrocerámica de mandos digitales. Si nuestros antepasados de la tribu descubrieron a Dios en el fondo de una perola y lo incluyeron en dieta de la trashumancia y lo conservaron y lo reverenciaron, porque era el pan de cada día, con la industrialización y la yesca, sus descendientes lo pusieron en el filo de la duda, y ya la posmodernidad lo fulminó en un campo electromagnético. Solo los elegidos lo veneran y le levantan apariencias de templos, cuando asoma el solsticio vernal: son los foguerers y una parroquia que les sigue aún deslumbrada por el prodigio. En 1928, la llama que ejercía la purificación y devoraba los trastos viejos, en medio del júbilo del vecindario, fue detenida y desarmada por al alcalde Suárez Llanos, que además era general de brigada en la reserva y jefe del Somatén. El alcalde Suárez Llanos no perdió el tiempo y puso bajo la custodia y al servicio del comercio y de los forasteros, según se pregonó en el primer bando triunfal. Y ahí comenzó todo.

Con el fuego sometido y domesticado, fuego de oficio y ventanilla, en fin, a los artistas rupestres los apuntaron a trabajar el cartón y la madera. La tradición milenaria de ímpetu popular y pagano se liquidaba de un plumazo, se cristianaba y se colocaba bajo la advocación del santoral, y finalmente, adecentado con una estética pinturera y localista, se lo inscribió en concursos y competiciones. Luego, llegarían los uniformes, los fajines y las condecoraciones, como la primera medalla de oro y diamantes, que la Comisión Gestora le otorgó al dictador Franco -y que ahora, en cumplimiento de la ley, tendrá que retirarle-, y posteriormente al presidente de la misma Tomás Valcárcel Deza, buen amigo, a pesar del acusado síndrome de cesarismo fogueril que padeció, con más alegría que resignación.

Y es que en el 80º aniversario de Les Fogueres parece oportuno siquiera sumariar su recorrido histórico, tan repleto de vicisitudes y episodios. De su origen primorriverista, pasaría sucesivamente por la dictadura, la dictablanda, la II República, la guerra civil, la mordaza del franquismo, la transición y, por último, la democracia. Me pareció, y así lo dejé escrito, que la democracia iba a impulsar transformaciones sustanciales y necesariamente más participativas, en unas fiestas que son de todo el pueblo y que es el pueblo quien puede y debe cortárselas a su medida. Bien es cierto que son unas fiestas acosadas por el urbanismo, el tráfico y la demografía, que requieren espacios y más aire. También están acosadas por el poder político y eso deja mucho que desear. Pero es que al poder político Les Fogueres les suenan como una hucha de votos y siempre trata de atarlas cortas. Votos a la urna, valores al cubo de los desperdicios. El otro día, un taxista me reconoció y me dijo: ¿Qué?... Ahora, Les Fogueres. Pues, ¿sabe, usted?, el fuego pinta poco y manda menos. Me pareció buen observador y hasta todo un filósofo del volante, cuando concluyó: Mire que le digo, lo que es, ya ha sido y hasta puede que sea, ¿no le parece? Y encima, se negó a cobrarme la carrera.

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