Las lecciones del 'no' irlandés
Después del no irlandés, la pregunta que debe hacerse Europa es: ¿quiere verdaderamente Alemania permanecer en esta Unión Europea? Sí, Alemania.
Escribo desde la posición de alguien que cree que la UE necesita las reformas institucionales comprendidas en el Tratado de Lisboa y que lamenta que la mayoría de los votantes irlandeses lo haya rechazado, por una serie de motivos muy variados, al parecer, algunos de los cuales tienen poco que ver con el contenido real del tratado. Sin embargo, me indignaron las reacciones iniciales de los ministros alemanes de Exteriores e Interior, en un tono que venía a decir: estúpidos votantes irlandeses, marchaos y volved cuando tengáis la respuesta correcta; en caso contrario, tendremos que echaros de una patada (el ministro de Exteriores Frank-Walter Steinmeier insinuó que Irlanda podía "despejar el camino para la integración de los otros 26"). O, si no, nosotros, los alemanes, franceses y otros buenos europeos, seguiremos adelante por nuestra cuenta, formando una "Europa de núcleo duro". El puño levantado apenas estaba cubierto por un guante de terciopelo.
Dos ministros alemanes casi dijeron: "Estúpidos votantes irlandeses, marchaos y volved con la respuesta correcta"
El plan D es que los demás sigan adelante y que Irlanda vaya a la cumbre de octubre con un plan que logre el 'sí'
"No puede ser", dijo el ministro del Interior Wolfgang Schäuble, viejo defensor de la Europa del núcleo duro, "que unos cuantos millones de irlandeses decidan por 495 millones de europeos". Tendría razón si la UE fuera una democracia directa; pero no lo es, o sólo en la pequeña parte de legitimidad que se transmite a través de las elecciones directas al Parlamento Europeo. La UE -esta UE, la única UE que existe, la mejor UE que tenemos- sigue siendo principalmente una democracia indirecta: es decir, cada Estado miembro democrático tiene que tomar su propia decisión a su manera. Es un proceso lento. Como en un convoy o en una gran familia, todo tarda más. Hay que tener en cuenta a los vehículos que van más despacio y a los primos cascarrabias. Pero eso es exactamente lo que representa ser una Unión Europea, no una alianza dominada por países hegemónicos ni unos Estados Unidos de Europa.
Es verdad que, ya con los tratados actuales, si hay pequeños grupos de Estados que quieren trabajar más unidos en determinadas áreas políticas, pueden hacerlo. Ése es el origen de la zona Schengen (sin controles de fronteras) y la eurozona. Por tanto, Alemania podría sugerir un grupo de "cooperación aumentada", por ejemplo, para el Gobierno económico de la eurozona. Muy bien. Que lo haga. Ahora bien, en las disposiciones institucionales centrales y en las relaciones externas de la UE -los dos grandes aspectos que pretende abordar el Tratado de Lisboa-, esa es, en cuanto uno se detiene a examinarla, una idea imposible. La preocupación por una Unión Europea débil y dividida haría que acabásemos haciéndola más débil y más dividida.
En cualquier caso, desde el punto de vista táctico, ésta era la peor forma posible de reaccionar. No habría sido posible concebir nada mejor para garantizar que los irlandeses vuelvan a decir que no por segunda vez, suponiendo que su Gobierno se atreva a volver a preguntarles, cosa que no está ni mucho menos clara. El contraste con las reacciones alemanas al no francés en 2005 es impresionante. Cuando los franceses dicen no, Europa tiene un problema. Cuando los irlandeses dicen no, Irlanda tiene un problema. Hay unas reglas para los grandes y otras para los pequeños.
Por suerte, éstas no fueron más que las primeras reacciones. Aunque, en persona, sigue habiendo sentimientos de frustración e impaciencia, los líderes de la UE, incluida la prudente y conciliadora canciller alemana, Angela Merkel, están preparándose para dar al Gobierno irlandés lo que éste ha pedido en privado: tiempo y margen para deliberar qué hacer ahora. Ése es el espíritu con el que comenzó el jueves la cumbre europea de Bruselas.
Como es lógico, se habla de un plan B. La verdad es que Europa está ya preparando un plan D y debería empezar a pensar en un plan E. Me explicaré. El plan A era contar con una Constitución europea. Lo que salió de la convención constitucional dirigida por Valéry Giscard d'Estaing y el posterior trabajo intergubernamental fue mucho menos: ya no era una Constitución, sino sólo un "tratado constitucional", o plan B. Cuando Francia y Holanda -dos miembros esenciales de una supuesta "Europa de núcleo duro"- dijeron no a ese tratado, los dirigentes europeos volvieron a reunirse y elaboraron un plan C: el Tratado de Lisboa, aún más modesto.
El plan D es que los demás sigan adelante y lo ratifiquen, como ha hecho Reino Unido en la Cámara de los Lores, y que el Gobierno irlandés, entonces, se presente ante el Consejo Europeo de octubre con sugerencias para un paquete con el que quizá podrían intentar que sus votantes cambien de opinión. Por ejemplo, podría haber "protocolos explicativos" que dieran garantías sobre el aborto, la neutralidad irlandesa, el impuesto de sociedades y cualquier otro factor que haya podido suscitar miedo entre los irlandeses. A muchos de ellos les desagrada en especial la idea de perder a su comisario europeo, una preocupación que comparten otros países pequeños. Ése es un detalle que no se puede cambiar sin cambiar el Tratado de Lisboa, lo cual significaría tener que volver a iniciar todo el proceso de ratificación en los 27 países. Sin embargo, sugieren algunos eurosabios ingeniosos, sería posible elaborar una hábil promesa de restablecer un comisario por país, junto con otras revisiones, tal vez como parte del tratado de ingreso de Croacia, aproximadamente en 2010 (es lo que yo llamo el gambito croata). Y así sucesivamente.
Incluso aunque los euroescépticos presidentes polaco y checo no den el tiro de gracia al Tratado de Lisboa con un segundo no (y me da la impresión de que no lo van a hacer), este plan D sólo tiene, en mi opinión, una posibilidad de éxito de 60-40. Si yo fuera irlandés, en estos momentos me sentiría con bastantes ganas de fastidiar. Y, si fuera el primer ministro irlandés, me gustaría estar seguro de ganar antes de arriesgar mi vida política con una segunda votación. Por tanto, convendría que empecemos a pensar también en un plan E.
Dicho plan E tiene tres partes. La primera es continuar trabajando con los tratados actuales. La realidad es que la UE ampliada de 27 Estados está funcionando todavía "con Niza". No ha frenado en seco, como predecían algunos.
La segunda parte es ver cuántos de los cambios institucionales que necesitamos verdaderamente para hacer que la UE ampliada funcione mejor y sea más eficiente en el mundo podrían aplicarse sin un tratado completamente nuevo. En los últimos días se lo he preguntado a expertos en los mecanismos legales e institucionales de la UE, y la respuesta es: asombrosamente, muchos. No voy a aburrirles con los detalles, que harían enrojecer a un jesuita, pero resulta que, con ingenio y voluntad política, sería posible hacer realidad cosas como un aparato de política exterior más consolidado y con un solo responsable. El que quiere, puede. Nos encontraríamos, pues, con lo que el ministro sueco de Exteriores Carl Bildt ha llamado "Niza plus".
La tercera parte del plan E es la más importante de todas. Mientras resolvemos de la mejor forma posible este largo lío institucional, seguiríamos haciendo cosas importantes para los europeos y para el mundo. Cuando se elija al nuevo presidente de Estados Unidos, este otoño, tiene que ver en su bandeja de entrada un memorándum de Europa en el que se detalle cuáles consideramos que son los mayores retos a los que se enfrenta el mundo y qué proponemos hacer al respecto.
El plan D es la forma institucional menos mala por ahora, y todavía merece la pena defender el Tratado de Lisboa, si podemos aprobarlo por consenso. Ahora bien, si no podemos, y si prestamos atención a las tres partes del plan E, quizá ésa no sea sólo la E de 'exhaustos', sino también de Europa.
www.timothygartonash.com Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
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