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LA SUELA DE MIS ZAPATOS | EUROCOPA 2008
Columna
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El galope del diablo

Dicen que vivimos cerca de cien años. No es verdad. Vivimos sólo un instante. Siempre nuevo. Sin antes ni después. Lo demás no es vida. Es sólo memoria. Memoria que, con suerte, otros retomarán para recordarnos. O no. Tanto da. El problema es que el instante es tan fugaz que tampoco lo vivimos. Lo matamos. Porque pasa antes de que nos demos cuenta de que ha pasado. Hay artistas que, mientras tratan de atrapar la vida, dejan que la vida pase a sus espaldas. Hay jugadores de fútbol a los que les pasa lo mismo, pero con el balón. Para el común de los mortales, el día a día está hecho de instantes desperdiciados y no reciclables. Algunos buscamos matar el tiempo que nos mata. Aunque, en raras ocasiones, el instante es como la bofetada que Benvenuto Celine recibió de su padre para que no olvidara que había visto una salamandra en el fuego. Algo así pasa cada vez que alguien marca un gol. El estupor nos paraliza. La incredulidad crece. Durante una fracción de segundo el tiempo se detiene. Ni los jugadores ni el público dan crédito a lo sucedido. Luego, al unísono y de repente, estalla el clamor, se cierran los puños, se alzan los brazos y el rugido ancestral brota de las gargantas. Hemos cazado un instante. No obstante, apenas amainado el alboroto, queremos regurgitar lo vivido. Necesitamos comprobarlo con la repetición de la jugada en una pantalla o escuchar los vocingleros comentarios antes de, por supuesto, leer las doctas crónicas del día siguiente para corroborar lo sucedido: Villa ha marcado el gol decisivo en el último minuto del tiempo de descuento. Cosa tan irrepetible y extraordinaria como ver una salamandra en el fuego. Por una vez, y esperemos que esta vez se repita, la suerte nos ha jugado una buena pasada. Precisamente cuando el hálito de un fantasma familiar sobrevolaba con sus rasgadas vestiduras la Plaza de Colón. Un pelotazo largo al espacio y entre líneas nos ha abierto de par en par las puertas de los cuartos. El alborozo está justificado y la reflexión también. Si Pieter Vink, holandés nada errante (en la acepción estática del verbo errar), llega a descontar dos minutos en vez de tres, no habría tenido ni tiempo ni lugar la milagrosa transformación de un partido mediocre en glorioso acontecimiento.

Pero ¿qué es eso que llamamos suerte? Veamos el caso de los turcos y su despampanante remontada ante la República Checa. El clamoroso fallo del portero Cech (lluvia mediante) no desmerece la inefable reacción del equipo otomano (Nihat mediante). Telefoneé a mi amigo turco Faruk Gunaltay, que vive en Estrasburgo (alrededor de cuya catedral, como en los estadios, galopa el diablo metamorfoseado en gélido viento) y le felicité por la suerte de su equipo. "La suerte se llama Villa", me dijo. "La suerte se llama Nihat", le dije. Y caímos en la cuenta de que la suerte, en balompié, casi siempre tiene nombre propio. Y, si no lo tiene, se lo damos. Aunque, al primer descuido, cambie de nombre y de camiseta. Eso que llamamos suerte no se casa con nadie, pero suele conceder sus favores a los que más la desean. Pelé me decía en Milán que la suerte se llama Dios. Pero a mí me cuesta creer que tan poderoso señor, teniendo tanto por hacer, se dedique a arbitrar partidos de fútbol en este planeta. Por supuesto que está en todo, no lo dudo. Tanto en las catástrofes como en las proezas técnicas, tanto en los buenos como en los malos actos y pensamientos, tanto en la hierba que crece como en la que se seca, tanto en el balón que vuela como en el que rueda a ras de tierra. Pero todo me hace sospechar que este mundo no es de su reino. Así que lo que llamamos suerte está más bien en nuestras manos, cuando no en nuestros pies. Basta cazar el instante al vuelo, como de niño cacé una libélula tigre de un solo y certero golpe con una vara de avellano derribándola intacta sobre la hierba. Su muerte me conmovió tanto como su belleza y prometí no volverlo a hacer. El gol que detiene el tiempo tiene que ver con esto y la muerte también. Algo muere cada vez que el balón traspasa la línea de meta. Hemos matado el momento y de nada nos vale ya la repetición de la jugada. Porque lo que fue no será.

Martin Girard es el seudónimo que el cineasta y escritor Gonzalo Suárez utilizaba en sus tiempos de cronista deportivo

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