Todos contra todos en la nueva obra de Yasmina Reza
The God of Carnage (el Dios de la matanza), que acabo de ver en el Gielgud londinense, es la nueva comedia (y el nuevo éxito, faltaría más) de Yasmina Reza, con proa inminente a los escenarios españoles: si mi soplo es correcto, el próximo otoño la estrenarán Aitana Sánchez-Gijón y Maribel Verdú en Madrid, y Ramón Madaula en Barcelona. El gancho actoral del West End es Ralph Fiennes, ausente de las tablas desde el Julius Caesar que se vio en el Español, secundado por Ken Stott (coprotagonista, con Albert Finney y Tom Courtenay, del Arte británico) y dos señoras de altura, muy poco conocidas en España pero hiperlaureadas en su predio: Janet McTeer se llevó el Olivier y el Tony de una tacada por su trabajo en A Doll's House y Tamsin Greig el Olivier y el premio de la crítica inglesa por la Beatrice en Much Ado About Nothing la pasada temporada. Completan el paquete los mismos productores de Art, David Pugh y Dafydd Rogers, y, sobre todo, su director, el exitosísimo Matthew Warchus, de quien les hablaba hará unos meses a propósito de la formidable puesta de Speed-the-Plow en el Old Vic. ¿"Nueva" comedia, he escrito? Según como se mire. The God of Carnage casi parece la reescritura de Tres versiones de la vida, aquella suculenta miniatura que, quizás por ver la luz justo después del zambombazo de Arte, no recibió excesivos parabienes de público y crítica. Les recuerdo el argumento: a) matrimonio burgués y cultivado, aparentemente perfecto, recibe la visita de otra pareja de similar perfil, pero un tanto disfuncional; b) un niño, en off, llora porque quiere una galletita; c) la velada acaba con las caretas en el suelo y las verdades sobrevolando el espacio aéreo. En Tres versiones había un elaborado juego con el tiempo, à la Ayckbourn (dos noches repetidas en dos posibles universos paralelos), que despistó un poco al personal. "Demasiada tela para tan poca bolsa", clamaron, por su parte, los críticos. Tres versiones bien podría ser, pues, la espinita clavada de Yasmina Reza. The God of Carnage es más clara, más aristotélica, y con nuevos y diversos asuntos, pero el planteamiento, el dibujo de los personajes y la estrategia última se parecen una barbaridad.
La estructura sigue siendo portentosa: pocos autores dialogan con la brillantez, la malicia y la agudeza psicológica de la señora Reza
El niño en off, Ferdinand, hijo del matrimonio Vallon, ha perdido un par de dientes (arma: palo de hockey) a manos de Bruno, el salvaje retoño (también en off) de los Reille. Ambas parejas se citan para resolver "civilizadamente" el contencioso. La acción, en la elegante casa de los Vallon. El padre, Michel (Stott), vende utensilios de baño y cocina. La señora Vallon, Véronique (McTeer), escribe sobre conflictos africanos y no se pierde una exposición. Ha preparado clafoutis y ha llenado el salón de tulipanes recién cortados. Llegan los Reille. Anette (Tamsin), sonriente hasta la dislocación mandibular, lleva años, lustros, soportando a Alain (Fiennes), un abogado marrullero, permanentemente colgado de su móvil. Hará treinta o cuarenta años, Matthau y Lemmon hubieran interpretado en Broadway a los dos maridos. Anette sería, fijo, Sandy Denny. Y Geraldine Page habría bordado el rol de Véronique. Subtrama Uno: Alain intenta parar (telefónicamente, claro) la revelación, publicada en el Lancet, de que el hipotensor Antril, fabricado por su mejor cliente, tarumbea a quienes lo toman. Como, por ejemplo, la señora mamá de Michel Vallon, otra adicta a la telefonía (y a los hipotensores). Subtrama Dos: la triste ordalía de un hámster llamado Nibbles (Grignote, en el original). También juegan roles capitales y sucesivos: a) un catálogo de Kokoschka empapado en vómito, b) Espartaco como mito de la fraternidad masculina, y c) una botella de ron Coeur de Chaffe, quince años en barrica, peligrosísimo desinhibidor.
The God of Carnage es, ahora que lo pienso, puro Feydeau: hubiera podido titularse Hay que castigar a Fefé. Segundo Imperio o Segundo milenio, da lo mismo: la naturaleza humana no cambia tanto. Basta un pequeño conflicto, una minúscula controversia acerca de la palabra justa, un por un sí o por un no, para que el barniz del lenguaje, esencia de la civilidad, se resquebraje. O para que salte por los aires lo que ya estaba pero que muy resquebrajado, sostenido por hilillos de saliva: convivencias, visiones del mundo, "estilos de vida". El ron, desde luego, ayuda lo suyo a la hora de discernir los bandos: pareja contra pareja, marido contra mujer, mujeres contra hombres, todos contra todos. Como en Arte, aquí parece que no se habla de nada y se acaba hablando de todo: no queda piedra por remover. La estructura sigue siendo portentosa: pocos autores dialogan con la brillantez, la malicia y la agudeza psicológica de la señora Reza. Su teatro es una partitura que sólo puede ser ejecutada por virtuosos: una réplica a destiempo, un ritmo renqueante, un matiz inadvertido, y el castillo de naipes -afiladísimos naipes- se viene abajo. El juego está admirablemente repartido: cada uno tiene su aria, su morceau de bravoure, que llega de un modo tan lógico como inesperado. Ralph Fiennes es la estrella indudable, la cabecera de cartel, pero sus compañeros son igualmente protagonistas, lo que dice mucho acerca de la humildad de este actorazo, que en ningún momento intenta chupar plano ni buscar la risa por medios espúreos: parece, al fin, plenamente liberado del vedettismo que lastró su Julius Caesar o el doblete (Hamlet/Coriolanus) del Almeida, hará unos años. Su trabajo no está por encima ni por debajo del de Tamsin Greig, Janet McTeer y Ken Stott: los cuatro ofrecen un verdadero recital, una lección de malabarismo interpretativo. Dos únicas pegas: la traducción inglesa de Christopher Hampton es un tanto explicativa, y reduce, lástima, los acertadísimos cambios de marcha del original. En cuanto a la dirección de Matthew Warchus, carga un poco la mano, para mi gusto, en el tercio final: todas las obras de Yasmina Reza son tragedias secretas, pero no creo imprescindible "mostrar" ese concepto enfatizando las pausas, los silencios y las espaldas contra el muro, por mucho alcohol que se hayan ventilado.
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