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Por qué somos obamistas

Que, desde hace ya bastantes décadas, las elecciones presidenciales en Estados Unidos constituyan una especie de comicios globales, planetarios, ante los que todo el mundo se siente en el derecho y hasta la obligación de tomar partido, es algo lógico. El peso de la superpotencia americana en la marcha económica, política, tecnológica y cultural del planeta es tal que a todos nos concierne quién gobierne en Washington, aunque no podamos votar para elegirlo.

Dentro de este contexto, que en España y especialmente en Cataluña los candidatos demócratas sean preferidos a los republicanos constituye también una tradición inveterada. Quizá el fenómeno es debido a esa tenaz decantación hacia el centro-izquierda que la sociología y la demoscopia atribuyen a nuestra sociedad, o tal vez al lejano recuerdo del presidente Eisenhower recorriendo la Castellana en coche descubierto al lado del dictador Franco. Lo cierto es que ni Richard Nixon, ni Ronald Reagan, ni George Bush padre, ni George Bush hijo hallaron entre nosotros grandes simpatías mientras luchaban por conquistar la Casa Blanca, incluso si eran flagrantes favoritos. Por supuesto, tampoco después...

Barack Obama no será el candidato ni el eventual presidente del '¡no a la guerra!'

Este año electoral de 2008, sin embargo, ha traído consigo una importante novedad: la movilización y el posicionamiento de la opinión y los medios locales ante los comicios norteamericanos no han aguardado a la fase final, bipartidista, de la carrera hacia el 4 de noviembre, sino que se han producido durante las elecciones primarias en el seno del partido demócrata. ¡Y de qué manera se han producido! Incluso cuando, meses atrás, encuestas y augurios todavía daban a la senadora Hillary Clinton como favorita para conseguir la nominación por el partido del asno, en Cataluña el grueso de la opinión publicada ya se decantaba abiertamente por Barack Obama. Con los sucesivos éxitos y el triunfo final del senador por Illinois, el obamismo catalán ha devenido casi unánime, parte de nuestro politically correct. ¿Por qué?

Parto de la convicción de que -con honrosas excepciones, computables por decenas- la inmensa mayoría de quienes, en las barras de los bares, en las sobremesas, en las tertulias y hasta en las redacciones, se declaran seducidos por Obama, no se han leído su programa, ni escuchado entero ningún discurso del aspirante. No lo digo para desmerecerles, sino para argumentar la tesis según la cual desear desde aquí que el próximo presidente de Estados Unidos sea Barack Obama no es una toma de posición informada sobre la política norteamericana, sino más bien una jaculatoria en favor de nuestra visión de la política mundial. Una visión que me atrevo a calificar de angelista, superficial y decididamente cándida.

Para muchas personas de buena fe ancladas en los esquemas de La cabaña del tío Tom, el hecho de que el senador Obama sea mulato o negro -perdón, afroamericano- ya le convierte en un oprimido, aunque se graduase en Columbia y Harvard. Y puesto que critica la indiferencia de Bush ante el cambio climático, eso significa que, si gana, hará la política medioambiental de Greenpeace. Y si se opuso a la intervención militar en Irak, ello quiere decir que, apenas instalado en el Despacho Oval, ordenará la salida inmediata e incondicional de las tropas del país árabe, mismamente como hizo Rodríguez Zapatero. Y dado que su discurso hacia la dictadura cubana es menos belicoso que el de los republicanos, tras jurar el cargo de presidente le veremos levantar ipso facto el embargo a Cuba e invitar a Raúl Castro a una amigable charla...

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Quienes crean que alguna de estas cosas sucedería si los demócratas venciesen en noviembre desconocen que la primera potencia mundial puede cambiar de Gobierno, pero no dar bruscos giros de 180 grados a sus intereses estratégicos, a las líneas maestras de su política interna y externa, al rumbo de sus grandes aparatos burocráticos, diplomáticos o militares. La presidencia de Estados Unidos ha sido calificada con motivo de imperial, pero Washington es mucho más que la Casa Blanca. Y el "cambio" está siendo un eficaz eslogan electoral que, si llegase a ganar en las urnas este otoño, tendría que acomodarse a un establishment berroqueño, para el cual las administraciones, republicanas o demócratas, no dejan de ser algo pasajero, interino.

De hecho, el proceso de acomodación está en marcha. El miércoles de la semana pasada, apenas alcanzado el número de delegados que le garantiza la nominación por el partido demócrata, Barack Obama compareció ante la convención anual del American Israel Public Affairs Committee (AIPAC), el mayor lobby judío del país. El ya candidato, que meses atrás había ofrecido al presidente de Irán un diálogo directo e incondicional sobre el programa nuclear persa, dijo ahora: "El peligro de Irán es real, y mi objetivo será eliminar esa amenaza"; puso condiciones previas a una eventual cumbre con Ahmadineyad; afirmó que, para él, "la seguridad de Israel es sagrada e innegociable", que "Jerusalén seguirá siendo la capital de Israel, sin divisiones", etcétera.

A lo largo del próximo semestre, frente al republicano John McCain y ante el conjunto de los electores norteamericanos, la inflexión del discurso de Obama no hará más que acentuarse. Naturalmente, eso no significa que, en política exterior, el demócrata no sea más multilateralista y menos belicista que Bush, lo cual tampoco es difícil. Pero, contra lo que muchos catalanes parecen creer, Barack Obama no será el candidato ni el eventual presidente del ¡no a la guerra! ni del yankees go home! Estados Unidos no suele elegir a su primer magistrado pensando en agradar al progresismo europeo.

Joan B. Culla i Clarà es historiador

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