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La cocinera de Lenin

Yo nunca fui particularmente leninista. Los trotskos de aquel entonces éramos más internacionales y menos bolches; ya se sabe que hubo una transacción histórica: tú te comes el internacionalismo proletario y yo olvido la democracia menchevique. Y como todos los comunistas saben, quedó cierta querencia en los trotskistas que ha facilitado nuestra conversión en socialdemócratas. Que era, finalmente, lo que éramos. Pero hay algo que siempre me gustó de don Vladimir: aquello de que la economía -la macroeconomía que diríamos ahora- debería entenderla una cocinera. Vale decir: todas las cocineras. Que de microeconomía entendemos.

Yo no debo de entender los datos. Esto de que no sólo hay hambrientos en el mundo, que los vemos por la tele, sino que, además, aumentan. Este año entrarán en la geografía del hambre unos 100 millones de personas más, y hasta 36 países, naturalmente de África, Asia y América Latina (y alguno, nuevo, de la antigua URSS). Y el Banco Mundial dice que la crisis alimentaria va a durar hasta 2015, con lo cual no quiero calcular el número de bebés muertos de inanición, no puedo. Lo dice el Banco Mundial sin que le tiemble el pulso, como si el hambre no se padeciera persona por persona, y eso que sus dirigentes cobran casi un PIB de cualquier país de éstos. Más de lo que pueden gastar.

Que alguien nos explique por qué millones de niños van a morir de hambre

Ante la llamada geografía del hambre haré una confesión privada: yo soy roja porque leí a tiempo el libro de Josué de Castro, el economista brasileño, que no era un izquierdista furibundo, pero que me convenció de que ya no era necesaria, ni siquiera para el propio sistema, una economía de la extrema desigualdad. Esa que, según las teorías clásicas, había permitido los focos de civilización antiguos "entre un mar de miseria y esclavitud". Es decir, que el desarrollo -que entonces, en los sesenta, sólo apuntaba la globalización- ya era capaz de resolver materialmente el problema global de la miseria y el hambre. Era una cuestión de voluntad política. Claro que habría que recortar, temporalmente, beneficios. Pero luego las cosas iban a cambiar, y se podrían seguir haciendo ricos los hiperricos, sin necesidad de que otros se murieran de hambre. Josué de Castro no proponía, pues, ninguna revolución; es más, se movía por los márgenes seguros de una racionalidad humanista y un rigor científico que le valió un montón de premios. Aunque también el exilio de la dictadura brasileña, hasta su muerte en París.

En la época de la guerra fría, el Estado de bienestar consiguió repartir entre lo que entonces se llamaba clase obrera europea un cierto porcentaje de los beneficios del desarrollo económico de la posguerra mundial. A partir del 68, sobre todo. Pero quedaba fuera la geografía vergonzosa, y Josué de Castro señalaba todavía bolsas de hambre en la España de los cincuenta.

Luego las preguntas cambiaron, y ahora estamos con el cambio climático, los biocombustibles y la subida de los granos, todo operando a favor de la continuidad y aumento de los hambrientos, de los que están por debajo del umbral de la pobreza, menos de dos dólares diarios en los países paupérrimos. La subida de los precios de los granos, que es especulativa y que tiene demasiado que ver con las metamorfosis de las petroleras, convertirá zonas enteras en monocultivos, desequilibrará aún más el planeta, y, por supuesto, amenaza con más hambre a los hambrientos, y con más dinero a esas pocas familias que poseen la tierra.

Los que me conocen saben que casi siempre soy una optimista irredenta, pese a no estar tan mal informada. Pero la repetición de preguntas que ya no tendríamos que estar haciéndonos, esas cuya respuesta se escamotea por debajo o por encima de los grandes números, resulta demasiado agobiante. Han pasado 40 años desde Mayo del 68, y un par de ellos más, creo, desde que leí a Josué de Castro. Esos 40 años, aparte de que la cifra sea un poco sobrecogedora para quienes los llevamos a la espalda, que convierten aquello en historia y a nosotros prácticamente en abuelos, invitan al balance. Y, francamente, al margen de las batallitas, no sé si los números cuadran.

Mientras esto escribo, están los antisistema -bachilleres y universitarios- por las calles de Madrid, contra la "reforma educativa" de Esperanza Aguirre y en defensa de la enseñanza pública. La estética es distinta: ahora son postpunk, a lo mejor un poco menos feístas que los punks de los ochenta, pero más que los progres de los sesenta. Y la música, una fusión que va desde Amy Winehouse a las viejas canciones republicanas. Todos llevan móvil, trabajan con ordenata y escuchan con I-Pod: son distintos de los que fuimos. Pero no tanto. Porque ahí siguen las preguntas, y hay jóvenes contestando cosas en la calle. Ellos también, como yo, como las cocineras de Lenin, estamos esperando respuestas que podamos entender.

Rosa Pereda es escritora y periodista.

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