Donde Cohen no estaba
"Mi primer amigo en Barcelona fue Ernesto Ayala. Mi segundo amigo fue..." recordaba Marcelo Cohen, desayunando ayer en el hotel Bergara. Tiene una mente ordenada, cada neurona encendida, y parece muy capaz de recitar por orden la lista de los innumerables amigos que dejó en la ciudad donde vivió desde 1975 hasta 1996, cuando decidió regresar a su Buenos Aires natal, donde vive desde entonces, en el mítico barrio de Palermo. "... Contigo nos hicimos amigos por vecinos...". Sí, yo leía el futuro en las novelas de Cohen, esas novelas en las que predice lo que pasa y lo que pasará, y leía sus excelentes traducciones, que deben de ser ya más de cien, de Marlowe a Larkin, y también leía sus comentarios a los debates intelectuales del día en los rigurosos artículos que publicaba en La Vanguardia, y me hacía de él una idea severa hasta que una mañana le vi bajar por mi calle con la raqueta de tenis bajo el brazo, elástico y despreocupado como un rentista...
Ha pasado Marcelo Cohen por Barcelona, de camino a París, con su nueva novela bajo el brazo, Donde yo no estaba (La otra orilla) y nos ha citado en un hotel de la calle de Bergara. Nada más recibir la invitación corrí a poner en la cajamúsica Hotel Victoria, el disco de tangos del Quinteto Mainetti que me obsequió hace años; él había puesto en su cajamúsica ese disco mientras hablábamos como personajes de su novela Inolvidables veladas (la historia de una tanguista eternizada en holograma) sobre la renovación del tango, renovación de la que Pablo Mainetti es claro exponente como saben los que han asistido a sus conciertos en el Jamboree de la plaza Real. Y de ese sonido modernizado, la bandera es precisamente su versión de Hotel Victoria, de Feliciano Latasa y Carlos Pesce: Viejo hotel de mis ensueños y alegrías -que acunó el idilio de un loco amar- hoy recuerdo aquellos días... etcétera, los ripios tópicos de la nostalgia, los ripios sentimentales que gracias a Dios no se oyen en la versión instrumental de Mainetti. "¿Te gusta? Ten", dijo Cohen. Era uno de aquellos días aciagos, previos a la presidencia de Kirchner, en que Buenos Aires parecía el dantesco escenario de una de las novelas futuristas que él viene publicando. Cada mañana los trenes vomitaban a miles de misérrimos cartoneros en las estaciones, para que vagasen por las calles del centro buscando lo que fuera y destripando las bolsas de basura a ver si dentro había cartón. Las bolsas negras de plástico con un limpio tajo me recordaban los lienzos blancos con una raja de Lucio Fontana, el artista argentino-italiano. Y algunas otras cosas más. Como Fontana, Marcelo Cohen ha sido profeta en su tierra, los fenómenos de ciencia ficción anunciados en sus novelas acaban por producirse, como la vida criminal al borde de la autopista que lleva al sur o como esa lluvia de ceniza que él describió y que estos días ha caído textualmente sobre Buenos Aires. "Hay una forma de abordar la novela que consiste en fijarse en un conflicto significativo y desarrollarlo hasta sus últimas consecuencias catastróficas", dice, excusándose por las dimensiones de su novela: cinco años de escritura, 700 páginas, el dietario del comerciante en lencería Aliano D'Evanderey, héroe modesto que quiere disolverse, borrarse, desaparecer, disolverse en el azar de los acontecimientos, y al que de repente todo lo que de bueno y malo le puede pasar a alguien, le sucede a él. En un sustrato más abajo, Donde yo no estaba es el intento de Cohen por decir cuanto se pueda decir sobre la muerte... Quizá sea la obra maestra de este escritor tan singular en las letras hispanoamericanas, que cree que la literatura tiene todavía un gran futuro, pues sus palabras y su sintaxis "pueden explicar fenómenos para los cuales la sociología, la ciencia o la filosofía todavía no tienen ideas pertinentes y que sólo se nos muestran mediante el revelado de la literatura".
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