Las noticias y la depresión
El martes estaba en Londres tomando un café con un eminente diplomático británico retirado. Me comentaba que un problema perenne de los gobiernos de los países ricos tiene que ver con la televisión; con la inmediatez que se transmiten las imágenes de los horrores en los lugares más remotos. Esto se traduce en que se exija una reacción inmediata; que se acuda -y ya- al lugar de la masacre o de la guerra y que se resuelva, para que (más allá de aliviar el sufrimiento de las víctimas) los televidentes de los lugares tranquilos del mundo se dejen de afligir. Otra consecuencia de tanta penetración mediática global, observó el venerable ex diplomático, es que somos menos felices. Constantemente en los telediarios nos asaltan imágenes de los desafortunados, haciéndonos sentir culpables y menos capaces de disfrutar de la suerte que nos ha tocado.
Me pareció una provocadora reflexión. En la Edad Media la gente no tenía ni idea de lo que ocurría a una distancia de más de cinco kilómetros de donde vivía. Si se contaban entre los que les iba bien, su visión de la condición humana hubiera sido menos pesimista que la que probablemente tendrá hoy un abonado a CNN del plácido municipio de San Sebastián de los Reyes. Cultivaban sus tierras sin la más mínima idea de que en 1383, por ejemplo, Tamerlán, el conquistador mongol, había enterrado vivos a 2.000 soldados enemigos y decapitado a 5.000 más para después construir una pirámide con sus calaveras.
El otro argumento es que si no nos enterásemos de estas cosas, si la televisión y la radio y los diarios no existieran, los tiranos de hoy serían incluso más malos de lo que son. Creo que en esto el antiguo diplomático estaría de acuerdo. Si el precio de que el mundo sea un poco menos malo es que los afortunados de la tierra nos tengamos levemente que deprimir de vez en cuando, pues adelante. Paguémoslo.
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