Puerta abierta y cerrada
"Si pudiera empezar de nuevo, lo habría hecho por la cultura", se lamentaba Jean Monnet al cabo de veinte años de esfuerzos para alumbrar el embrión de lo que es hoy la Unión Europea. En un continente arruinado por la II Guerra Mundial, los padres fundadores de la Europa contemporánea se concentraron en las acuciantes cuestiones económicas. El éxito ha llenado los estómagos más que de sobra, pero la ausencia de una verdadera cultura compartida permite justificar la lentitud de los progresos hacia una Europa fuerte, que no es lo mismo que convertir a la UE en una fortaleza.
Europa ha tomado el doble rostro de Jano, el guardián de las entradas y de las salidas en la mitología romana. El Jano neoconservador se apresura a reforzar el grosor de las murallas exteriores, mientras caen las interiores: en diciembre pasado se abrieron casi todos los pasos fronterizos que restaban entre países de la UE y ya se puede circular sin controles desde Cádiz hasta Eslovenia o de Varsovia a Barcelona. Los ciudadanos de la mayoría de Europa central y oriental, que durante más de medio siglo tuvieron prohibido viajar más allá de los límites de sus países, se benefician del derecho de libre circulación en el espacio Schengen, habitado por 400 millones de personas. Las excepciones se limitan ahora al Reino Unido e Irlanda y a algunos de los miembros recién llegados a la UE: Bulgaria, Rumania.
Hace ocho años, al 83% de los españoles no le importaba nada que sus hijos fueran a clase con extranjeros Zapatero da síntomas de cambio de política inmigratoria. El PP no emite señales, absorto en el combate de jefes
Y sin embargo, el miedo a la inmigración avanza por Europa. Un miedo que se va contagiando al trozo español de la Unión Europea, hasta ahora tolerante. El 26% de los españoles sitúa la inmigración entre "los principales problemas" de España, según el Barómetro del CIS de marzo de 2008. Tan sólo ocho años atrás, el 95% concedía a toda persona la libertad de vivir y trabajar en cualquier país. Y al 83% no le importaba "nada" que sus hijos compartieran la misma clase escolar con hijos de inmigrantes, si bien al 31% ya le parecían demasiados los extranjeros que vivían en España al final del primer mandato de José María Aznar (Barómetro de febrero de 2000).
La intolerancia crece a medida que se difunden estereotipos como la relación entre inmigración y delincuencia, o la afirmación de que los extranjeros muerden el gasto social. En febrero pasado, cuando un dirigente del PP explicó el desbordamiento de los hospitales como fruto de la presión de los inmigrantes, no hizo sino alimentar la retórica sobre esa relación.
El momento es decisivo para la política de extranjería. El Gobierno de Zapatero da síntomas de cambio respecto a la anterior legislatura, pero no lo concreta, a la espera de ver en qué para la nueva directiva europea en trámite; el PP ahora no emite señales, absorto como está en el combate de jefes. Pero conviene prestar mucha atención a los ecos del cañoneo con que nuestro vecindario prepara el terreno: al primitivismo con que la Camorra y los cabezas rapadas hacen el trabajo sucio contra los gitanos en Italia -a falta de reacción de las autoridades y de las fuerzas vivas al viejo problema de los campamentos de nómadas-, pero también a la política de la "identidad nacional" puesta en práctica en Francia.
Muchos observadores europeos afirman que Silvio Berlusconi y Nicolas Sarkozy hacen buena pareja. Sin embargo, el francés, que precedió al italiano en la colocación de la inmigración como tema central de su campaña, se ha abstenido de ataques mostrencos o triviales. Lo suyo es más sofisticado. Primero se atrajo a una gran parte del electorado de extrema derecha con el discurso en torno a la "crisis de identidad" nacional. Y una vez en el poder creó un ministerio específico que le permite envolver el puño de hierro en el guante de una defensa de esa identidad contra los peligros que le acechan. Una identidad hecha de "sangres mezcladas" en un país de "derechos humanos" y de "valores republicanos", pero del que deben marcharse los que no los comparten.
Iniciativas recientes de la derecha española descubren trazas de la retórica sarkozysta (los contratos con el inmigrante para que respete las costumbres españolas). La aparición de proyecciones británicas que hablan de alcanzar los 70 millones de habitantes en 2030, en gran parte por causa de la inmigración, provocaron un duro reproche del conservador The Daily Telegraph al gobierno laborista por la "incapacidad para controlar nuestras fronteras". Si esto sigue así, un cierto número de europeos se arriesga a sustituir los antiguos miedos al judío o al bolchevique por el rechazo al extranjero: unas veces, porque no se integra; otras, simplemente porque piensan que está de más. -
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