El beso escrito
Hay en esta puesta en escena de John Strasberg, muy bien apoyada por una brillante escenografía de Daniel Blanco, un arranque un tanto adolescente, que se prolonga durante casi toda la primera parte, en el que los personajes se van metiendo de manera un tanto atolondrada en una situación más espesa que terminará por aplastarlos. Plantea así Strasberg, sobre una asequible versión de John Sanderson, algo parecido a que la madurez se adquiere por la experiencia, pero que los resultados del proceso son devastadores. Es lo que convierte una pieza de apariencia romántica en tragedia. Pero el tema de Strasberg no es sólo el paso del tiempo, sino también el de su inevitabilidad. Así, como quien no quiere la cosa, el montaje empieza como una broma entre cadetes en las horas de libranza para avanzar paso a paso hacia los territorios de la destrucción, sugiriendo de paso que las decisiones hay que tomarlas siempre cuando toca. No es que Strasberg se ponga moralista, pero sí, como decía Gil de Biedma, que sus personajes descubren algo tarde que la vida iba en serio.
CYRANO DE BERGERAC
De Edmond Rostand, en versión de John D. Sanderson. Intérpretes, José Pedro Carrión, Cristóbal Suárez, Miguel Esteve, Paco Hidalgo, Begoña Maestre, Fidel Almansa, Román S. Gregory, Nacho Aldeguer, Isabel Ávila, Antonio Gómez, Valery Tellechea, Adán Barrero, Alberto Iglesias. Vestuario, María Luisa Engel. Iluminación, Juan Gómez Cornejo. Espacio escénico, Daniel Blanco. Música, Mariano Díaz. Dirección, John Strasberg. Una producción de Concha Busto. Teatro Principal. Valencia.
Fuera de esta consideración, es cierto que José Pedro Carrión compone un Cyrano quizás menos embroncado desde el principio de lo que toca, ya que su malestar no es una característica en evolución sino un estado asumido, aunque rectifica hacia la amargura en cuanto descubre que no es precisamente el elegido por Rosana, a la que ama en silencio. A partir de ese episodio, la obra va cobrando densidad y ganando en intensidad, y por eso estamos ante una segunda parte ejemplar que se enfrenta directamente con los resortes de la tragedia.
Por lo demás, no es fácil decir el verso, y se nota a menudo en la Rosana de Begoña Maestre, Cristóbal Suárez hace un Cristian un tanto hierático, aupado quizás por su belleza, mientras que Fidel Almansa es el gran actor de siempre. En resumen, una segunda parte muy brillante que salva en cierto modo los desajustes de la primera. Habría sido una gran humorada de Rostand que el golpe en la cabeza que acaba con la vida de Cyrano se hubiera producido en su nariz, exclamando cuando expira nuestro héroe: ¡Ya es mala suerte que perder la nariz me lleve la muerte!
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