La trama
Consciente de la importancia del envase, Enrique Vila-Matas ha ido trabajándose con los años una figura que a menudo recuerda a esas manchas de tinta que salpican los uniformes de los oficinistas, algo ocre, polvoriento, difícil de traducir, que insinúa que el arte de las letras es un oficio lleno de renuncias. Quienes le hemos oído con frecuencia andamos ya habituados a su habla un tanto achacosa, agujereada por lagunas de memoria donde se ahogan quizá viejos cafés y ceniceros llenos hasta la corcha, y no nos sorprendemos de su constante reivindicación de la extrañeza, de esos animales de la selva que un día decidieron hacerse escritores pero no por ello se reconciliaron con el mundo y que prefieren vivir protegidos del contacto público en la madriguera de su prosa: Kafka, Musil, Walser, Gracq. La otra tarde, invitado por la Fundación Tres Culturas a la Feria del Libro de Sevilla, el personaje Vila-Matas volvió a entonar ante una carpa atestada el mismo credo: la literatura consiste en un ejercicio difícil, enemistado con el universo, una especie de mal de cálculo que a pesar de su dolor, o precisamente a través de él, no puede evitar ofrecer de vez en cuando la piedrecita de una novela, de un poema, de una colección de cuentos. La entera ponencia del maestro estuvo dedicada a anatemizar a quienes se divierten leyendo o, peor aún, a aquellos que confunden la escritura con el hedonismo. Porque, afirmaba, la literatura consiste en un método de drenaje y un intento de sacar a flote toda la pus que nos atasca las ideas, mediante un ejercicio que no limita sus recursos a la narración, el ensayo, la autobiografía y el reportaje, pero del que están excluidas, por groseras, las historias. Sólo el estilo merece la atención del lector cabal: la trama, según remachaba Nabokov, se reduce a una simpleza burguesa.
Oyendo estas afirmaciones, cualquier desprevenido podría dar en pensar que sólo los malos escritores se preocupan del goce de quienes les atienden desde el otro lado de la página y que sólo los lectores mal educados se rebajan a esa sensación obscena, el placer. Olvidarían que, pese a todo, la labor más antigua de la literatura es la de captar la atención del receptor, de envolverle, de arrancarle de un presente atado a sus circunstancias personales y el carné de identidad para trasladarlo a escenarios desaparecidos u horizontes que el sol no bañó jamás. Y ello, precisamente, mediante el recurso a una historia. Sea cual sea esa historia: la de un Dios que prohíbe a sus criaturas morder una fruta perfecta, la de un ejército descomunal que sitia la ciudad donde se oculta la mujer más hermosa de la Tierra, la de un funcionario que una buena mañana se despierta convertido en escarabajo, la de un escarabajo de oro que conduce a un hombre loco hasta un tesoro enterrado. Cansa un poco escuchar cómo de un tiempo a esta parte algunos de nuestros más señalados referentes en el ámbito de las letras la emprenden a patadas con el arte de narrar y consideran su ejercicio un entretenimiento subalterno, una cosa obsoleta y pasada de rosca que no puede aspirar a atraer la atención de las mentes avanzadas. Ignoran, me parece, que en el interés por las historias, por el desenlace de un nudo bien trabado, por la desembocadura de los destinos de príncipes y mendigos yace un impulso irrenunciable del espíritu humano, una tendencia liberadora que tal vez tenga que ver con el deseo de ser algo más, o algo menos, que la máscara cerrada que retransmiten los espejos. Sherezade dilató durante mil y una noches un relato que se extendía como las selvas y los astros de verano, y al hacerlo salvó su vida y dio un heredero al monarca que no podía dormir. En esa vieja parábola está todo lo que la trama puede seguir ofreciendo a los hombres cansados de nuestro siglo.
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