Soñar es una urgencia
Acabo de llegar a Dresde, desde Bogotá, vía Newark. Nieva. El jardín de mi casa está blanco y la mesa todavía llena de huevos de Pascua pintados por mi niña. Gioia (Alegría) se llama, seis años.
Parece como si esta nieve quisiera hablarme, susurrarme frases silenciosas.
Mozart había dicho que sólo había una música inalcanzable: el silencio. Hay que saber escuchar el silencio, dejarse ir, encontrar las ganas de perderse dentro.
Y es el silencio precisamente el que me ha catapultado a América del Sur. Pensándolo bien, también en Bogotá hacía más frío que nunca. Pero el Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá, en marzo pasado, consiguió calentar la ciudad.
Una vez más, la gente se ha arrimado a este fuego pascual para caldearse el alma y para confirmarnos, de nuevo, que el teatro, en América del Sur, es una urgencia porque es el único lugar donde aún es posible una constante búsqueda de la verdad. Porque es "la vía de escape" de la corrupción de la política, de la atrocidad de la guerra, de la infamia de la miseria. Es el lugar del sueño, de la liberación de la realidad que te ayuda a encontrar otra, diferente, dentro de ti. "Otra realidad" que ni siquiera soñabas tener.
El actor es un viaje al pasado y al futuro de la gente que representa. La única obra de arte viva. El trabajo con él es una lección de historia
Los actores, de tantos países diferentes, parecían haberse transformado allí en sacerdotes de la memoria, como en los orígenes del teatro, en el "tiempo griego". Parecen decirme: "Mira, Esquilo inventó la Fábula, después Sófocles la transformó en Historia, pero luego llegó Eurípides que, al destruir la Fábula y desmitificar la Historia, enseñó al mundo que ambas habían llegado al borde del abismo, junto a todos nosotros".
En el festival di una conferencia en la sala Arrojo, que forma parte de la biblioteca de la universidad bogotana.
El aula estaba increíblemente llena: casi setecientas personas. El tema era el actor. Una historia sin fin.
He decidido ignorar por completo el trabajo "técnico" del actor, sus mecanismos, la elección que le lleva a recitar de un modo y no de otro.
No he querido hablar de recitación como "sistema" porque creo que esto se puede explicar mejor ensayando directamente con el público durante un día entero, (aunque vengan setecientas personas si hay buena organización), porque el oficio de actor se entiende si se siente directamente en la piel, probándolo, como todos los demás oficios.
Durante las dos horas de "lección" he tratado más bien de explicar a los jóvenes bogotanos en qué se ha convertido para mí el actor, o mejor, qué es dentro de mí el actor.
Más de treinta años de mi vagabundeo como director teatral de Italia a Yugoslavia (hoy ex), de Hungría a Rumania, a Francia, de Suiza a Bélgica, a Alemania (donde "vivo"), de Israel a América del Sur, han cristalizado una particular experiencia: he aprendido a amar las diferencias y los defectos de los actores.
De mi peregrinar por "santuarios" teatrales de medio mundo he aprendido la esencialidad de la diversidad, la belleza de ser otro y siempre otro en el amor por lo mismo, por el teatro.
He aprendido que el actor representa la síntesis de su pueblo, que el trabajo con él es una lección de historia. Un libro que recoge, además de los datos objetivos del pasado, también emociones, gestos que escandallan el futuro.
Basta con no tener miedo o traspasar el umbral de esa puerta mágica, que definiremos como su "paisaje interior", para entrar, marcha atrás, en el infinito corredor de la historia de un pueblo, y desde allí, de nuevo, correr hacia el mañana atravesando ansias, euforias, esperanzas y desilusiones. Esto es el actor, un viaje al pasado y al futuro de la gente que representa. La única obra de arte viva.
Voy a poner algunos breves ejemplos basados en la experiencia de mi "viaje" teatral. No quisiera aburriros. Pero me agradaría contaros que esta familia es bien variopinta.
El actor alemán es reflexivo, filosófico, antes de actuar tiene que entender, difícilmente consigue improvisar e, incluso, cuando lo hace, trata de comprender lo que ha hecho, lo analiza y con frecuencia llega a una especie de autocastración.
El francés es refinado, a menudo arrogante y algo esnob. Cuando debe elegir, casi siempre se vale de la filosofía cartesiana (Descartes) y, por eso, se halla en un perenne conflicto. Diría que el actor francés trata de conciliar, en el fondo y al mismo tiempo, dos naturalezas imposibles: la alemana y la mediterránea.
El venezolano habla muy rápido, es impetuoso en su gestualidad (toda española) y musicalmente es afro ya que ha asimilado con alegría la cultura africana; pero, ¡ay!, no identifica las contradicciones. El colombiano, por el contrario, es lento y diría que la componente india domina su modo de sentir y por tanto de pensar; la lengua, para él, es un medio para comunicar, un código aceptado, pero no una verdadera pasión. Su gestualidad recuerda más a la mexicana... Fácil es entender el porqué.
Saltamos continente y llegamos a Israel. Encontramos al actor ocupado en cuerpo y alma en defender la función social de su papel, la politicidad de su laicidad, en perenne contradicción dialéctica con sus propios mitos y con las aplastantes referencias metafísicas de la sociedad que aquel teatro representa.
Hace ocho años dirigí en Jerusalén y en Acre un trabajo sobre las Cruzadas, y tuve la fortuna, que hoy no sería posible, de hacer trabajar en torno a un mismo proyecto a israelíes, palestinos (de Ramala), austriacos, alemanes, franceses e italianos.
Pues bien, los palestinos estaban filosófica y estéticamente más cercanos de los israelíes de lo que yo podía imaginar. Quedé fulminado. Los europeos estaban a años luz. Allí atisbé una esperanza y desde entonces nunca he dejado de creer en la paz en esos territorios.
No os hablo de belgas y suizos, y no porque los considere dependientes de sus relativos grupos étnicos, al contrario, sino porque el discurso sería tan complicado que no tendría fin.
El italiano ejerce gran fascinación y está muy preparado pues pertenece a una tradición que se pierde en el tiempo, pero está destinado a cargar sobre sí el fardo de la insoportable levedad de la existencia. El actor italiano ha interrumpido su tradición con la llegada de la Revolución Francesa, con la clausura de la Comedie Italienne de París. Se podría aventurar que la decadencia de Italia, si exceptuamos su música, se inicia con la Unidad.
De los eslavos, húngaros y rumanos, diría que arrastran consigo todos los defectos antes enumerados y añaden uno autóctono, el masoquismo. No está mal.
Como veis, he puesto sumo cuidado en evitar al actor español, pero es que en España no he trabajado... Sólo he encontrado millones de partículas españolas por América del Sur..., pero, de allí a España...
¿Qué más deciros? Me gustaría hablaros de la infinita tristeza que reina en Newark, a 50 minutos de Nueva York en coche, donde creo que nuestro Eurípides se pasea de incógnito convencido de que Nueva Jersey es el lugar ideal para saltar al abismo arrastrando consigo a toda la humanidad.
Quisiera hablaros de las elecciones en Italia. Leí atentamente el programa de Veltroni; al llegar al capítulo sobre la cultura y pensé que se parecía al depresivo paisaje de Newark. O a una secuencia de Deserto rosso de Antonioni. Me parece que tampoco esta vez han comprendido que la crisis italiana es una crisis de sueños. No se puede vivir sin soñar, sin creer. Y ya hace más de veinte años que siguen considerando la cultura como un lujo. Los italianos han olvidado que es un servicio, el primero y más urgente de los servicios, desde la infancia. ¿Cómo se llamaba aquel veterinario que en los años setenta puso música y altavoces en los establos de Parma? Aquel genio había comprendido que, oyendo a Gluck, las vacas producen más. Leche. Soñar es una urgencia, señores. La alternativa al sueño es una realidad que provoca insomnio y depresión.
Paolo Magelli (Prato, Toscana, 1949) dirigió Los veraneantes, de Maximo Gorki, con el Teatro Nacional Esloveno de Nueva Gorizia, en el XI Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá. Traducción de José Manuel Revuelta.
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