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ARTE | Exposiciones
Columna
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Yuxtaposición

Como una interpenetración de espacios aplanada, donde, en vez de profundidad de campo, hay yuxtaposición de planos, así describiría yo la película La soledad (2007), de Jaime Rosales. En principio, este procedimiento de representación visual por el que el efecto ilusionista de profundidad, generado a partir de la perspectiva, queda aplastado y con ello todas las caras de la realidad se nos ofrecen simultáneamente a la vista en un mismo plano, es un descubrimiento del cubismo, que ha germinado de la forma más variada en todo el arte contemporáneo posterior. No obstante, la osadía de Rosales es aplicarlo al laberíntico espacio de la intimidad doméstica burguesa, cuyos primeros testimonios visuales fueron proporcionados por los pintores holandeses de la segunda mitad del siglo XVII, como Vermeer o Pieter de Hooch. En estos interiores holandeses, donde nunca ocurre nada especial, la interpenetración de espacios condensaba todo el misterio, mediante el procedimiento de atisbar, desde la estancia del primer plano, otra habitación, bien al fondo o en un lateral. Pero, para Rosales, cada personaje se nos presenta arrastrando tras de sí el puntual espacio arquitectónico que acompaña a su circunstancial acción, o, todavía más, la cámara enfoca una habitación, donde el personaje entra y sale de nuestro campo visual.

Si prestar atención al interior doméstico cotidiano, tal y como lo hace Rosales en su filme, evoca a los pintores holandeses realistas, la yuxtaposición de dos espacios separados en un mismo plano remite, desde el punto de vista simbólico, a las figuras aisladas del Dreyer de Gertrude, y, desde el formal, a Mondrian, los dos asimismo holandeses y bastante más afines entre sí de lo que, en principio, pudiera parecer. Pero esta inquisición de corte analítico y esta visión, por tanto, muy "enfriada" de lo real, muy, digamos, que de países del Norte, está aplicada en La soledad para narrar las cuitas existenciales de dos mujeres españolas actuales: Adela, una joven madre separada, que vive en un pueblo y, en un momento, decide probar fortuna en Madrid, y Antonia, una mujer madrileña, al borde de jubilarse, que, por su parte, es madre de tres hijas ya emancipadas, a las que, no obstante, sigue prestando atención, cuando éstas, por los motivos que sean, no se la exigen.

He aquí, así, pues, aunque de manera necesariamente harto reductora, la trama formal y moral con la que ha armado Jaime Rosales su reflexión sobre la soledad en nuestro mundo de hoy, donde, a pesar de la complejidad de su modo de narrar y a pesar de la sencillez de lo relatado, trozos existenciales cotidianos de gente de lo más común, el espectador del filme queda magnetizado, porque no sólo se ve absolutamente concernido por lo que pasa en la pantalla, sino que irremediablemente husmea por el trasfondo de esa acumulación de pérdidas que es la vida, cuyo transcurso no hace sino desdoblar hasta el límite el mapa de la soledad. Por todo ello, ya que he estado buscando analogías pictóricas para el maravilloso quehacer de este extraordinario cineasta, no se me ocurre ningún otro ejemplo afín entre los artistas vivos de nuestro país que el de Antonio López García por emplear una semejante dosis de ardiente objetividad para plasmar la realidad desnuda, donde las casas y las cosas forman parte de nuestra curtida piel. -

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