Años robados
Las dictaduras no suelen estar hechas a escala humana. Nuestra existencia es tan corta que el afianzamiento de un régimen autoritario conlleva el destrozo de vidas enteras. Ésa es la inconsolable conclusión a la que se llega cada vez que se lee sobre los que vivieron callando o hubieron de marcharse. El dictador les jodió la vida. La vida de Bebo Valdés, por ejemplo, ese músico genial que con su música y su azarosa historia llenó dos horas del sábado lluvioso de Manhattan, las dos horas de documental que firma Carlos Carcas y que han ganado el festival de Tribeca. Me preguntaba qué pensaría ese público neoyorquino, situado con toda seguridad a la izquierda del partido demócrata, que aún conserva el eco de su simpatía por Castro, una simpatía equivocada pero llena de buenas intenciones. Lo mejor de asistir al resumen de una vida es que uno no puede perderse en laberintos ideológicos. Lo que es, es: un niño negro, nieto de esclavos, nacido con un don y criado en un ambiente en el que se favorecía la curiosidad musical. La Habana fue el entorno donde se gestó esa edad de oro de la primera mitad del siglo XX, asombro de los padres del jazz americano que viajaban a la isla para aprender aquellos ritmos prodigiosos. ¿Cuáles son las justificaciones ideológicas que llevan a un régimen a darle una patada en el culo a un tipo como Bebo Valdés? Las preguntas han de ser así, concretas, porque la vida humana es concreta y porque es la única manera de demostrar que ninguna idea abstracta merece tanto la pena como para frustrar el futuro de un genio o de un cualquiera. Treinta años pasó Bebo tocando standards en hoteles suecos. Su espíritu agradecido se adaptó a los fríos del norte. Ni un reproche sale de su boca por ese país que le quitaron y esos hijos a los que no vio crecer. Pero no hay aplauso que compense los años robados.
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