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Columna
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Ya está aquí

Contra todo pronóstico ha llegado la primavera. Tras unos meses con los coches y los cuerpos sepultados bajo la nieve o la ropa, en los que Madrid ha registrado las temperaturas más bajas del siglo, al menos el calendario pronunció ayer una palabra esperanzadora. Esta ciudad nunca se acaba de acostumbrar a sí misma. Protesta reiteradamente por su tráfico, por su masificación, por sus irresolubles obras, pero existe un momento en el que no hay nada que objetar a vivir aquí: cuando empieza a salir el sol tras el invierno.

En los últimos tiempos Madrid ha cobrado una vida especial durante los meses de calor gracias a los inmigrantes. La mayoría de los extranjeros que reside en la Comunidad proviene de países latinoamericanos. Si los habitantes de la Villa recibimos el calor como una recompensa, ellos lo acogen como un maná. Ecuatorianos, peruanos y bolivianos salían a la Chopera del Retiro y últimamente lo hacen al parque del Oeste o a la Casa de Campo a intercambiar alimentos autóctonos, jugar al voleibol, beber o cortarse el pelo. En Lavapiés los primeros rayos evaporan los aromas de comidas magrebíes que flotan por las corralas y los callejones. Los polacos y demás inmigrantes del Este ven en el sol de Madrid una gratificación a estar lejos de casa donde no ven un brillo dorado ni en el cielo ni en los bolsillos. Los rumanos montan sus propias reuniones y mercados en La Latina y Aluche, donde organizan excursiones.

La primavera nos ofrece la versión más idílica de la metrópoli, con su Cibeles centelleante

La presencia de inmigrantes en Madrid es especialmente patente en agosto, pues muchos de ellos no pueden irse de vacaciones, pero su salida al sol de la primavera es un paseo voluntario y gozoso que contagia a la ciudad un sentimiento de felicidad primaria.

Madrid reverdecerá pronto, los coches arrancarán a la primera y las pieles volverán a exponerse al sol y a las pupilas ajenas. La ciudad, en primavera, no sólo luce renovada por el esplendor de los tulipanes de la Castellana o la frondosidad de los árboles de los bulevares, sino porque los transeúntes se transforman en apetitosos bocados visuales. Los extranjeros aprenden a vivir Madrid sirviéndose del ejemplo de sus gentes, pero nosotros también reinterpretamos nuestro entorno a través de sus ojos negros o sus iris esmeralda. Una de las llamativas impresiones que reciben de nuestra ciudad en comparación con las suyas, tanto americanas como de Europa del Este, es el poco sexo que se practica aquí.

La primavera presenta repentinamente en las calles un escaparate erótico que solivianta los ánimos porque, en realidad, apenas oferta lo que exhibe. Este espejismo sexual crea una desconcertante y perenne excitación, especialmente en los hombres. Tengo varios amigos consumidores de pastillas que disminuyen el apetito sexual. Los comprimidos son diagnosticados para frenar la caída del cabello, pero uno de los efectos secundarios es un leve recorte de la fogosidad carnal. Estos chicos, en lugar de sentirse contrariados por las consecuencias colaterales de las píldoras, las celebran, especialmente en los momentos de buen tiempo cuando la excitación puede convertirse en un prurito incesante y descorazonador.

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Hombres que toman fármacos y utilizan champú anticaída; mujeres que hacen body-pump en los gimnasios para fortalecer los glúteos; cremas, tintes y coca-colas light que cada vez consumen más madrileñas y madrileños sin complejos esperando el primer calor sobre los cuerpos. Las pieles de diferentes colores y los semblantes propios de lugares remotos ayudan a conformar la cambiante faz de Madrid que veremos esta primavera más atractiva que nunca.

La idiosincrasia y la estampa de Madrid cada vez está más alterada. Ya no existe un Madrid fiel a sí mismo, ni el Madrid invernal con sus cocidos y sus castañeras es el auténtico Madrid, ni la ciudad evacuada de agosto es un Madrid desvirtuado. La primavera nos ofrece la versión más idílica de la metrópoli, con su Cibeles centelleante y sus terrazas y, los madrileños, entregados a la constante queja y autocrítica, hemos estado siempre tentados a interpretar ese estado de gracia climatológica como un capricho atmosférico impropio de nuestra ciudad. Pero esa actitud doliente con la urbe también está cambiando. Acostumbrados a no pedirle nada a este lugar, cada vez es más fácil sentirse recompensado y agradecido por un día soleado, un saludo en otro idioma o un deseo sexual cumplido.

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