El alirón que no fue
Raúl preparó la celebración del título y la policía despejó la Cibeles de aficionados
"Raúl no es el típico capitán", dice un compañero suyo, pidiendo por favor que se respete su anonimato, no sea que se enfaden con él. "Él es más torero que futbolista", explica. "Lo ves cuando se viste, cuando se pone las medias, las botas Es una ceremonia. Es Raúl contra el toro".
Raúl practica un individualismo tan escrupuloso que hay quien tiene la sensación de que su ensimismamiento es una manera mística de preocuparse por el prójimo. Uno de sus rituales más notoriamente taurinos es la exhibición del capote cada vez que gana un título de Liga. Ayer, el hombre preparó la parafernalia, por si acaso festejaba el sexto. Pero no hubo lugar a la ceremonia. Para cuando Teixeira Vitienes pitó el final del partido en Heliópolis, los jugadores del Madrid y el Athletic de Bilbao todavía no salían al túnel de vestuarios. El capitán debió hacer un ejercicio de limpieza mental antes de saltar al campo encabezando la fila madridista. Después de la victoria del Villarreal, en la imaginación del delantero quedaron fuera de juego tanto los becerros como los vitorinos. Él mismo, tal vez, no logró apartar los fantasmas de la capea, y adoleció de cierto distanciamiento de las cosas del balón cuando empezó el partido. Esto se puso de relieve en la perplejidad con la que observó las paredes que fueron tirando Robinho y Saviola. Mientras los otros delanteros se pasaban la pelota sin mirarse, él debía hacer un ejercicio de interpretación cada vez que intentaba asociarse a ellos. Como si los sudamericanos practicasen otra disciplina.
Los acontecimientos de Sevilla no sólo desanimaron a Raúl, sustituido en la segunda parte. Como si la hinchada hubiese establecido una conexión telepática con su capitán, el Bernabéu se quedó absorto en pensamientos desaforados. La gente vivió con más tensión el rato que vio por la tele el Betis-Villarreal que la hora y media que pasó sentada en su localidad de abono. Luego de los fallos de José Mari y las carreras vanas de Tomasson en Heliópolis, el público asistió al partido de Madrid en un estado parecido a la ensoñación. Pensando en el alirón que pudo ser y no fue.
La multitud de madridistas iba tan lanzada que, el que no fue a Chamartín, se encaminó a la Cibeles. Sin esperar al resultado de Sevilla. Sin hacer caso al gol de Senna. Como si el destino ya les hubiese señalado la fecha y la hora del alirón del 31º título de Liga. La descolocación fue masiva. Antes de que empezara el duelo en el Bernabéu, la policía tuvo que despejar la Cibeles de cientos de aficionados traicionados por el optimismo. Ante tremendo estado de desengaño, sólo el gol de Saviola logró enchufar a la gente de nuevo a la realidad. Al menos en apariencia. Con el tercer gol, el de Higuaín, la parcialidad se desgañitó en un canto de reafirmación emocional: "¡Campeones, campeones, oé, oé, oé!".
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