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Columna
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Las penas del ladrillo

El socialismo difunde una idea fantástica y absurda: que a los empresarios les gusta el libre mercado. Eso es mentira. El libre mercado, leal expresión del capitalismo, supone competencia, esfuerzo, mejora del producto, libertad de elección en el consumo. Todo eso es muy irritante para un empresario: le carga de trabajo. La mayoría de los empresarios detesta la libre competencia, y así como los trabajadores demandan, en una sociedad intervenida, servicios gratuitos, subvenciones y ayudas sociales, los empresarios demandan adjudicaciones administrativas, monopolios, recalificaciones urbanísticas y el favor del tráfico de influencias.

A los trabajadores les gusta del socialismo la prestación de bienes y servicios gratuitos y a los empresarios les gusta del socialismo la apropiación de mercados cautivos, concesiones en exclusiva y la creación de barreras a la competencia. Nada mejor para el empresario que un buen monopolio, antes que ganarse a los consumidores en el libre mercado. Por eso sorprende que muchos trabajadores (incluso los que viven de su trabajo) promuevan el intervencionismo estatal, ya que nadie sale más favorecido por este que el empresario. Bien es verdad que no todo empresario: sólo el empresario relacionado con el poder. Pero eso no es un consuelo para nadie.

Si todos bebemos la leche de la vaca pero nadie le proporciona alimento lo vamos a pasar muy mal

Se repite la cantinela del neoliberalismo salvaje, pero nadie habla del neosocialismo salvaje, que consiste en succionar, con salvajismo, la nutritiva leche de la vaca estatal. Y si todos bebemos la leche de la vaca pero nadie le proporciona alimento lo vamos a pasar muy mal. Un ejemplo reciente: la Asociación de Promotores y Constructores de España (APCE) ha propuesto al Gobierno la creación de una nueva categoría de vivienda, de precio superior a la VPO pero inferior a la inicialmente prevista para sus promociones privadas. Dicen que así tendrá salida el stock de viviendas. Es decir, tras quince años de construcción desaforada y portentoso beneficio empresarial, los promotores piden sopitas al Estado y buscan lo que tantos otros: echar mano del dinero de los contribuyentes.

Debería sorprender a un Gobierno socialista esa repentina conversión de los promotores inmobiliarios a las políticas sociales. Después de muchos años ganando dinero a espuertas, de pronto les asusta el libre mercado: ven que la demanda se debilita y que el precio de la vivienda comienza a descender. Y por eso piensan ahora (sólo ahora) en el dinero público. Los jóvenes exigen subvenciones para comprar viviendas. Pues bien: también los promotores exigen subvenciones para venderlas. Y los paganos de esta doble rapiña son los de siempre: los que compran su casa en el verdadero mercado y además sostienen con sus impuestos el degradante asistencialismo que fomentan los políticos.

Tiene gracia que constructores y promotores inmobiliarios demanden la ayuda pública y exijan que el Gobierno se haga cargo de las viviendas que no logran vender. ¿Qué opinaban cuando vendían cuchitriles a mansalva? ¿Por qué no defienden ahora las leyes de mercado? ¿Por qué no bajan el precio de sus invendibles viviendas? ¿O es que lloran al Estado precisamente para impedir que el precio de la vivienda descienda a su nivel real? Un socialista, siempre que no crea en el socialismo salvaje (comunismo, nacionalsocialismo) merece respeto en tanto en cuanto sea coherente con sus ideas. Pero sólo inspira desprecio ese empresario que detesta las políticas públicas mientras está haciendo caja pero que más tarde, cuando no cuadran las cuentas, se arrima a las ubres del Estado con el ímpetu devorador de un sindicato.

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