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Reportaje:DIOSES Y MONSTRUOS

Exotismo con alma

Carlos Boyero

Conocimos el exótico, largo, ancho y peligroso mundo a través de lo que nos contaba Hollywood con escasa responsabilidad y notable sentido del espectáculo y de la ensoñación. Por lo tanto, les preocupaba mucho menos la fiabilidad de los escenarios y la descripción de la verdadera realidad que el estereotipo y el tópico vendible. Todo ello filmado en los decorados de cartón piedra construidos a escasos metros del despacho del productor, inventándose folclore africano al gusto del consumidor, con negritos torvos o angelicales que aullaban o utilizaban el idioma del Imperio como si fuera su lengua materna. Por allí se movían Tarzán y su desbragada novia Jane, rastreaban las minas del rey Salomón, vivían historias de amor mecidos por las nieves del Kilimanjaro.

Hollywood le encarga a Marc Foster que traslade a China todos los rutilantes medios que precise y la disfrace de Afganistán

Billy Wilder, ese chico venenoso al que los financieros no tenían más remedio que aguantarle sus sarcasmos en el nombre del prestigio y el éxito que aportaba su infinito talento, tuvo la osadía de salir con sus cámaras a las calles para filmar con escalofriante realismo la desesperación de un borracho que limosnea su imperiosa droga en Días sin huella. Los Oscar y la taquilla bendijeron la osadía de Wilder, e imagino que aquello sirvió para que muchos directores se atrevieran a proponer escenarios reales para sus historias. Imagino que creadores con un estatus tan intocable en la industria como John Ford, John Huston y Howard Hawks no debieron de tener excesivos problemas con los dueños del negocio cuando decidieron que sus aventuras africanas se rodarían, aunque costaran un pastón, en los escenarios naturales. Yo adoro la profesionalidad de los cazadores de fieras y el maravilloso tono de comedia en Hatari, el problemático idilio entre el borracho y la puritana de La reina de África y el incendiario triángulo amoroso de Mogambo, pero reconozco que los capitanes de estos divertidos e inolvidables barcos tampoco tenían demasiado interés en los habitantes, sociología y ritos de la tierra que estaban filmando. Ningún reproche por mi parte. Cada uno a lo suyo. Pero siempre sentí curiosidad por degustar la visión que podían ofrecer los moradores de África acerca de sí mismos y del estado de las cosas. Que aceptando con enorme gratitud la colonización de mi subconsciente que ha ejercido el mejor cine norteamericano, también pudiera contrastar los mensajes de éste sobre lo divino y lo humano con las descripciones sobre su propia cultura del resto del insignificante universo.

Hace tiempo que Hollywood se toma un poquito más en serio el tercer mundo y las ancestrales e interminables putadas que éste tiene que padecer. Lo hace lleno de buenas intenciones, con esforzado tono crítico hacia los desastres que han perpetuado sus colonizadores, pero sin descuidar jamás los filones que engordan la taquilla, las sagradas convenciones y el transparente o subterráneo happy end. La temática puede abordar el demoniaco y oscuro tráfico de diamantes, armas o fármacos caducados, pero la calculadora siempre se las ingeniará para que la luz acabe redimiendo a los pecadores Leonardo DiCaprio, Nicolas Cage y Ralph Fiennes. Atributos del estrellato, regla intocable del negocio.

Hollywood también frecuenta otros lugares maldecidos por la fortuna pero, ante todo, por los hombres. Por ejemplo, el siempre machacado Afganistán. Hollywood le encarga a Marc Foster, uno de los empleados más sensibles de la última generación, autor de las conmovedoras y prestigiosas Monster's ball, Descubriendo el país de Nunca Jamás y Más extraño que la ficción, que traslade a China todos los rutilantes medios que precise y la disfrace de Afganistán para recrear el megaventas literario Cometas en el cielo. Y el resultado es pulcro, amable, ligeramente emotivo. Se supone que el presupuesto ha sido notable, que hay mogollón de dinero para extras, para una ambientación modélica narrando la infancia afgana de un americanizado señor y su retorno a ese país asolado por los talibanes para ajustar cuentas con su complejo de culpa, con la retorcida salvajada que cometió con su amigo de la niñez.

Hay una secuencia en esta película en la que aparecen críos mutilados que corren como posesos ayudados por sus muletas. Y tengo la sensación de que no existe artificio en la cojera de esos niños, que así les castigaron las minas o la enfermedad, pero no puedo evitar la certeza de que existen un montón de ayudantes de dirección gritándoles: "¡A correr!", e infinitas y sofisticadas cámaras filmándoles. Veo y siento la puesta en escena.

Sin embargo, recuerdo a los críos tullidos de la escalofriante y auténticamente lírica Las tortugas también vuelan y me ofrecen sensación de verdad y de inmediatez. O la desarmante y tenaz chiquilla de Buda explotó por vergüenza, acorralada por otros niños que sólo saben jugar a fundamentalismo y muerte. O los locos y los marginales que han huido del frenopático y vagando como fantasmas por el Bagdad bombardeado en Ahlaam. O la odisea de miedo y de arena de la mujer que atraviesa el desierto para saber por qué se suicidó su hermana en Kandahar. O los aún más desolados que iluminados jóvenes palestinos que se plantean actuar como kamikazes en Paradise now. O esa mujer aterrorizada que deambula en la noche por calles embarradas y con un feto en su bolso en Cuatro meses, tres semanas, dos días.

Y sabes que detrás de esas películas iraníes, iraquíes, afganas, palestinas, rumanas, de la emoción y la angustia que provocan, de su aroma a verdad, no hay grandes medios, ni actores profesionales, ni estrellas, ni promoción, ni marketing. Sólo posibilismo, imaginación, conocimiento de tu realidad y compromiso hacia ella, talento y sensibilidad para expresarla, voz propia. Esas películas pequeñas y distintas, aunque hablen del horror y de la muerte, huelen a vida.

Fotograma de la película <i>Buda explotó por vergüenza, </i>de  Hana Makhmalbaf.
Fotograma de la película Buda explotó por vergüenza, de Hana Makhmalbaf.

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