El gran circo de los mamporros
Equipos de guionistas diseñan tramas y peleas. Coreógrafos y estilistas moldean a los forzudos. Pero al público parece darle igual. Cuarenta y ocho horas persiguiendo a un ejército de 'freakies' por la península Ibérica: enanos, chicas en biquini y mercadotecnia
Pabellón polideportivo Infanta Cristina de Torrevieja, nueve de la noche. Un presentador vestido de gala masca chicle y anuncia en un lenguaje ininteligible para la mayoría -debe de ser inglés- que van a salir dos forzudos. Melodías con sabor irlandés dan paso a un señor ya talludito vestido de verde, un enano barbudo. Sale El Gran Khali, un gigante de mandíbula imposible, 2,20 de altura, 136 kilos de peso y una vena suprasobacal del tamaño de un dedo. Mira en tono amenazante al enano, no quiere que suba al cuadrilátero, lo va a estrujar. El enano le enchufa con una pistola de agua, el gigantón recibe cada chorrito como si fuera un impacto, se tambalea, se enrabieta, se encabrona. Al final aparece por escena una bandera con el toro de Osborne, el enano se calza una montera, y la grada se pone a lanzar olés. Para el astronauta recién aterrizado en el mundo del wrestling, éste es un universo muy extraño.
Señores muy raros que se suben en calzoncillos al cuadrilátero. Señores que reparten soplamocos que nunca tocan la cara del rival, que cuando pegan pisotean el suelo para que suene. Señores que, como decía un escéptico del wrestling a la salida de la plaza de toros de Valencia, si se colocaran la cabeza de cualquiera de nosotros bajo su sobaco serían capaces de cascarla como una nuez; una muerte horrible, qué duda cabe.
Plaza de toros de Valencia, dos chulazos llamados The Miz y John Morrison salen a escena, son pareja de combate. The Miz es un bocazas; Morrison, un remedo de Jim Morrison que, melena al viento, abrigo de pieles entreabierto y tensando su impecable tableta abdominal, se dirige al público en español: "Somos los más sexys", proclama, meneando las caderas. ¡Buuh!, del público. "Estamos listos para sus esposas, sus hermanas, sus hijas y sus madres". Nuevo ¡buuh!
Hubo un tiempo en el que la lucha libre se parecía un poco más a un deporte. En la España de los cincuenta y sesenta, sin ir más lejos, estaban el fútbol, los toros y la lucha libre. Eran los días de Cabeza de Hierro y los hermanos Pizarro, de las veladas de sábado por la noche con bocata de calamares en la plaza de toros de Valencia, gritando "¡tongo!". Ese tiempo pasó. A finales de los noventa, un señor llamado Vince McMahon cambió la Federación Mundial de Lucha por el World Wrestling Entertainment (WWE). "Ahora es un fenómeno de marketing, son los niños los que han hecho que este evento tenga el éxito que tiene", asume Enrique Ybarra, promotor de los shows que han recorrido España estas dos últimas semanas. Unos 10.500 espectadores abarrotaron la semana pasada la plaza de toros de Valencia. Sobre el cartel taurino de las Fallas, junto a los nombres de Ponce, Tomás y compañía, las fotos de los forzudos hipervitaminados.
Ya nadie grita "¡tongo!" porque el engaño es manifiesto y el público parece asumirlo. "Nosotros procuramos mantenerlos en el filo del engaño", asegura MVP, luchador malote vestido de riguroso negro, en el hotel de cinco estrellas en el que se aloja en Valencia. "Hay gente que se mete tanto emocionalmente en el espectáculo que se cree lo que está pasando". Los enfrentamientos del wrestling o pressing catch siguen un guión, obedecen a una trama, son culebrón. Las peleas responden a coreografías largamente ensayadas. Desde los cuarteles generales de la WWE en Stanford, Connecticut, aplicados guionistas diseñan tramas, construyen personajes imposibles y líneas argumentales. Coreógrafos y estilistas moldean a los forzudos. Allí en Stanford, en el inmenso edificio que una persona cercana a la organización describe "como de la NASA", se manufacturan camisetas y juguetes para este boyante negocio. La WWE cotiza en Bolsa; los beneficios totales fueron en 2007 de 305 millones de euros, un 17% más que el año anterior. Y la partida más importante de sus ingresos son los eventos en directo, que generaron aún más ingresos cuando pisaron cuadriláteros fuera de Estados Unidos.
Frantxu se pasea por el polideportivo de Torrevieja con un cinturón al hombro. Un armatoste con una gran placa dorada que reza: "Campeón mundial de los pesos pesados. Frantxu". "Es una réplica oficial", explica, orgulloso. Se lo compró hace unos meses en Orlando, adonde realizó el primer viaje al extranjero de su vida; necesitaba ver el wrestling en su salsa. El cinturón le costó 148 euros. Frantxu tiene 33 años y trabaja para una contrata de basuras en Alicante.
Su pasión se gestó en los noventa, con el programa Pressing catch de Telecinco y con las emisiones de Canal 9. Estuvo en aquella mítica visita de 1991 a Barcelona. Creó el club de fans oficial. Y mantiene viva su pasión: ahí está su camiseta azul de "Wrestlemanía"; ahí están sus dos pulgares arriba, posando para la foto: "Esto es el no va más, es como una final de la Champions", manifiesta con entusiasmo momentos antes de que empiece la velada. "Es como la reconquista". Se refiere a que, después de unos cuantos años de silencio, desde finales de los noventa el wrestling vuelve a pegar fuerte, aunque pegar, no peguen. Se emite en televisión, llena polideportivos, vende camisetas. "Ahora lo han hecho más light para captar a los chavales", analiza Frantxu, entrando ya en harina. "Se ha suavizado. Antes era más duro, con alambres de espino, mesas ardiendo, más sangre. Para mí, como aficionado, ha bajado el nivel; pero, a cambio, ha llegado una generación nueva". Y tan nueva. Porque si algo abunda en estos espectáculos a su paso por el Levante español son los niños de 8 a 12 años.
"One, two, ¡huy!", un pabellón cuenta al unísono con el árbitro -si se mantiene al rival en el suelo hasta tres, se gana el combate-. Entre pelea y pelea, los chavales corren hacia al ring a tocar y fotografiar a sus vitaminados y mineralizados superhéroes de carne y hueso, a esos tipos arquetípicos que ven cada sábado en la tele y que resulta que están aquí, ellos, sí, en Torrevieja. El cartel de la entrada que prohíbe tomar imágenes en el interior es un ejercicio de voluntarismo en los días del móvil con cámara. El que prohíbe pedir autógrafos, una simple muestra del proteccionismo en el que viaja envuelta la troupe de forzudos. No conceden autógrafos. Solicitan por contrato que el conductor del autobús no lleve a un niño que les pueda amargar el trayecto, según fuentes cercanas a la organización. Y se rodean de tres cinturones de seguridad: el suyo, privado; el que les pone la productora, más un dispositivo extra que varía en función de la ciudad y el aforo.
Los grandes, como El Enterrador, ya pasan de conceder entrevistas. Los que se prestan en esta ocasión al circo de la promoción son los teloneros del show. Y si algo dejan claro es que las respuestas también están coreografiadas. Argumentos prefabricados para preguntas frecuentes, todo está bajo control. Es más, hay alguno que incluso concede la entrevista sin desprenderse de su grandilocuente personaje. Vamos, como si al hacerle una entrevista a Elijah Wood respondiera Frodo. Es el caso de The Miz, un tipo de Parma, Ohio, el luchador bocazas: "Soy un bocazas, conduzco un Hummer y soy el más grande. Soy así, y lo que hago al subir al ring es subirme el volumen", declara en un alarde de profundidad.
Sobre el escenario, un reparto de lujo: El Gran Khali, con cara de malas pulgas; Mark Henry, afroamericano descomunal, lo más parecido a un cuadrado que se pueda imaginar, 177 kilos de peso, la mirada de malo malísimo más conseguida del cuadrilátero; Edge, un rubio melenudo que va de malote; Big Show, gigantón con maillot años treinta, 2,18 de altura y 226 kilos de peso, y Batista, el gran animal, hombre con más cuello que espalda, ex culturista que saluda atizándose el pecho cual gorila, con unos hipermusculados trapecios que casi le tocan las orejas. Se hace la luz negra, el pabellón se queda a oscuras y suenan campanas mortuorias. Un hombre avanza con paso lento, abrigo de cuero negro hasta los pies, sombrero negro de ala ancha, ojos en blanco: es El Enterrador, el temible mito del wrestling, 24 años de carrera a sus espaldas. Éxtasis total. Delirio en la grada.
Viajan por Europa en un avión privado con butacas especiales y separación extra entre los asientos. Comen como auténticas limas: cuatro horas antes del show de Torrevieja se aprietan 150 kilos de carne y pescado y 50 kilos de pasta y arroces entre 40. Batista, El Gran Khali y El Enterrador encabezan el ranking de comilones, cuenta una persona cercana a la organización.
El malote MVP sale del hotel de Valencia, una nube de niños se acerca. Embutido en su ropa negra, señala con el pulgar hacia arriba, mira fijamente al grupo y tumba el pulgar, a la romana. Los luchadores tienen que interpretar su papel a todas horas. Los malos suben a un autobús con las cortinas echadas, oscuro; los buenos, al de cortinas abiertas. Unos saltan al ring y se encaran con el público, insultan, provocan; otros se dan un baño de masas. Para cuando suena el gong, queda sobradamente claro a quién hay que apoyar.
Fusión de cómic, acción y circo, el wrestling es un espectáculo asequible para la mentalidad de un niño de ocho años, pero en su afán por agrandar audiencias, se supone, la WWE intenta aderezarle la tarde al sufrido o entusiasta papá, que de todo hay: cuatro mujeres que no desentonarían como conejitos playboy saltan al cuadrilátero. Kelly, barbie con biquini ajustado a flor de piel, bambolea nalgas y ejecuta movimientos light de estrella light de strip club light. Más tarde llega la provocación: MVP, el malote, salta al cuadrilátero y empieza a pinchar al público. Grita que en su país hay latinos de todo tipo, pero que ninguno pronuncia la zeta como se hace aquí en España: "En mi país sólo hablan así los homosexuales". ¡Buuh! Preámbulo de un festival de mamporros, mandobles y aspavientos que resultan menos verosímiles en directo que en la tele.
José Manuel considera que el espectáculo no es violento. "Los niños son conscientes del engaño, es como una película". Ha venido desde Barcelona con su mujer y sus dos hijos de cinco y nueve años. Acude pertrechado con su máscara de Rey Misterio, una de las estrellas que más merchandising genera: "En casa, el pressing catch es intocable para los niños y para la abuela", dice entre risas. Rafa, amigo de Frantxu, el ex presidente del club de fans, piensa que el espectáculo puede ser violento, considera que no habría que traer a niños muy pequeños. Mucha otra gente estima que todo el mundo conoce el juego, que es ficción, superhéroes de carne y hueso que hacen enloquecer a niños y mayores. Frantxu, cinturón al hombro, defiende el espectáculo: "A mí no me gustaría nada si se dieran golpes de verdad".
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