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Columna
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La hora del zahorí

Aquel zahorí llegó en bicicleta a la finca de secano de mi amigo, con una rama de avellano en forma de horquilla y un péndulo de metal iridiscente. Era un tipo enjuto, pálido y de pocas palabras. No perdió el tiempo. Se despojó de la pelliza y empezó a caminar lentamente, de acuerdo con un itinerario enigmático, mientras sujetaba delicadamente la rama de avellano. Desde lejos, se percibía en torno a su silueta cómo se condensaba la energía telúrica, hasta que en un momento determinado, se produjo un resplandor, y el zahorí gritó: "¡Agua, ya tenemos agua!". Luego, trazó un círculo, y le dijo a mi amigo que allí exactamente hiciera un pozo, hasta que diera con el manantial subterráneo. Luego, el zahorí se puso la pelliza, recibió una humilde recompensa, por la inminencia de tan deslumbrantes revelaciones, y se alejó bicicleta abajo. Cuando mi amigo, después de mucho perforar, encontró el venero, apenas sacó agua para un riego y varios cántaros para el consumo doméstico.

Pero las obras lo habían arruinado y terminó vendiendo aquellas tierras de secano, que años después se transformarían, casi de golpe, en una urbanización espectacular, con piscinas, superficies comerciales, restaurantes, cafeterías y campo de golf. En un principio, mi amigo no comprendió la naturaleza de aquel milagro. Ahora, sí. Ahora, sabe que el milagro se hizo por intersección de la potestad especulativa y que el agua, que él nunca consiguió, llegaba por las secretas galerías de los más suculentos y sucios intereses.

Nunca, según dice, volvió a ver a ningún otro zahorí. Y si lo vio, que, sin duda, tuvo que verlo en alguna ocasión, no pudo o no quiso reconocerlo. Porque el de zahorí es un oficio que con el tiempo ha ido de la bicicleta al Maserati, de la pelliza a la pasarela Milán, de la rama de avellano u olivo, a la sobaquera con cheques de repetición o al maletín del soborno, del péndulo, al Bulgari de oro blanco, de la radiestesia a la crónica bursátil y a la cartografía de los paraísos fiscales. El zahorí ya no desperdicia su tiempo buscando agua: la sustrae de pozos ocultos o de ciertas cuencas, con no se sabe bien qué complicidades, la negocia, la subasta por votos y la utiliza, sea de boca o de regadío, para hacer la guerra y justificarla, en el nombre de la igualdad, cuánto descaro. El zahorí puede ser un capitán de empresa inmobiliaria, un rufián de apariencia respetable, un leguleyo vendido al mejor postor o un político que busca la fortuna y el poder, en el fondo cenagoso de un trasvase.

Hoy, los trasvases que cada quien define a su imagen y conveniencia, son la metáfora de un juicio de Dios: aquel que lleve al agua a sus cuarteles, será glorificado. Poco importa la sed, las legumbres, los cítricos, los ríos, el paisaje, los pueblos, los montes y su degradación. Sólo importa acosar al adversario, cercarlo, vencerlo. El agua de una necesidad perentoria ha pasado a ser un pretexto; y los trasvases, un peligroso juego y una ambición desmedida de cuantos la reclaman, desde la patraña y el éxtasis. Aunque con las creencias renovadas donde se fortalecen estas criaturas, puede que sólo invoquen las aguas bautismales.

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