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EXTRAVÍOS
Columna
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Impureza

Cuando aprieta la congoja, todo es extremo. Así lo pudo comprobar a muy corta edad el capitán Shigemoto. Estaba entonces intrigado por las furtivas escapadas nocturnas de su anciano padre hasta que, cierto día, decidió seguir sus pasos a prudente distancia. Una noche de luminoso plenilunio favorecía la empresa, pero nunca pudo el impúber Shigemoto imaginar que la claridad aumentaría su espanto, porque el secreto objetivo de la misteriosa deambulación de su octogenario progenitor era acercarse al cementerio para contemplar la descomposición del cadáver de una joven desconocida. Tan macabro móvil no tenía otra motivación, según le explicó después el protagonista, que la de practicar el dharma búdico llamado la Contemplación de la Impureza, una ancestral forma de reflexión universal sobre la insoportable fugacidad de la vida. En el caso de Fujiwara Kunitsune, que tal era el nombre de este padre de ascética necrofilia, un cortesano de rango medio del Japón del siglo IX, esta conminatoria contemplación del cadáver de una joven fue su último recurso ante la desesperación por haberle sido arteramente arrebatada su bella esposa, con la que había contraído nupcias apenas un lustro antes, siendo ella una adolescente y él ya septuagenario. Se comprende, pues, el lamentable desconsuelo por la pérdida de lo que, a esas alturas, era su única razón para vivir y que, desde entonces, alternase los periodos de incontinencia alcohólica con los de exaltada ascesis, ambos inútiles paliativos.

Éste es uno de los cabos que anuda el argumento de la novela histórica La madre del capitán Shigemoto (Siruela), de Junichirô Tanizaki (Tokio, 1886-Yugawara, 1965), uno de los mejores escritores japoneses del siglo XX y del que hasta el momento, en nuestro país, sólo se habían traducido un par de libros. Publicado en 1941, cuando su autor se hallaba inmerso en la formidable empresa de editar en 26 volúmenes su versión moderna del célebre Genji-monogatari, los personajes y los hechos de este relato son históricos, otorgándose, no obstante, Tanizaki la libertad de interpretarlos a la luz de su propia imaginación, y, por supuesto, de su personal pensamiento, que no era otro que el de un escéptico y refinado libertino, capaz de penetrar en el menor aliento poético que refulge en la existencia material, sin por eso llevarse a engaño.

La trama de fondo de La madre del capitán Shigemoto es mostrarnos el juego de espejos de nuestros por fuerza siempre insatisfechos anhelos, que se nos escapan de entre las manos, puras o impuras. A esta frustrante caducidad humana, Tanizaki, eso sí, le saca todo su perfumado lustre, una forma melancólica de adentrarse en la belleza, un narcótico, si se quiere, pero más agradable que dedicarse a inhalar el hedor de los cadáveres y, hasta cierto punto, no menos aleccionador. En todo caso, Tanizaki nos demuestra que lo que hace grande a una novela de recreación histórica es captar la esencia de una época remota, ese aroma poético que dejan tras de sí los seres y los enseres del pasado. Lo que pasa y el pasar. Lo que más íntimamente comprendemos, venga de donde venga, los mortales, fugaces pasajeros de un arrebatador mundo impuro.

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