Un gozo efímero
A la luz de los resultados que las elecciones generales del pasado 9 de marzo tuvieron en Cataluña, despuntó entre algunos opinadores y más todavía entre ciertos actores políticos un conato de debate sobre a quién cabía atribuir el mérito de la espectacular victoria socialista, sobre de quién eran los votos que formalmente recogió Carme Chacón. Unos -incluso con despacho en la madrileña calle de Ferraz- sostuvieron que el grueso de esos sufragios eran de Rodríguez Zapatero y, por ende, del PSOE porque, argumentaban, cuando el PSC se presenta a las autonómicas sin el tirón de ZP, obtiene aproximadamente la mitad. Otros -más bien radicados en la barcelonesa calle de Nicaragua- replicaron que, si el PSC no gobernase desde hace cuatro años y medio en Cataluña, el escrutinio del 9-M no le habría sido tan propicio y, por tanto, la victoria global del PSOE se habría visto amenazada.
La 'España plural' deja paso a la 'unida y diversa' de resonancias franquistas y relente neocentralizador
¿Discusión bizantina? No lo creo aunque, a mi juicio, debería plantearse de otro modo. Teniendo en cuenta la creciente homogeneidad sociológica, mediática y económica de España, ¿cuál es el factor X que permite al PSC-PSOE sacarle al PP en Cataluña una ventaja de 29 puntos porcentuales y 17 escaños, mientras en Madrid o en la Comunidad Valenciana -por ejemplo- la derecha gana cómodamente por 10 puntos o más de diferencia? Si, según ha subrayado recientemente ese perspicaz científico social que es José Bono, la guía telefónica de Madrid y la de Lleida -y la de Toledo, supongo- ofrecen grandes semejanzas en cuanto a los apellidos, ¿por qué en Lleida el PP considera un éxito sacar el 15% de los votos y en Toledo arrasa con el 51%? Si fuese sólo por la competencia de CiU, el PSOE debería bendecir cada día la existencia de ese nacionalismo catalán que priva a su rival de cientos de miles de votos.
Pero no se trata principalmente de esto. Para comprobarlo, fijémonos en determinadas zonas de la Cataluña metropolitana donde el voto nacionalista (a Convergència y a Esquerra) alcanza poco más del 10% y resulta casi testimonial. La cuestión que planteo es: ¿por qué en esos lugares (en Cornellà, en L'Hospitalet, en Santa Coloma de Gramenet...) el PP se mueve entre el 17% y el 19% de los sufragios, y en sus equivalentes madrileños (Móstoles, Torrejón, Alcorcón, Coslada, Rivas, Parla...) consigue 20 puntos más en el peor de los casos, superando con frecuencia el 45% del apoyo electoral? Si los habitantes de unos y otros municipios hablan muy mayoritariamente la misma lengua, ven las mismas cadenas de televisión y comparten idéntico entusiasmo cuando gana la selección española de fútbol, ¿cómo se explica que voten tan distinto?
No me parece aventurado suponer que la clave de dicho fenómeno, el factor X en virtud del cual en Cataluña el PP resulta electoralmente indigerible para sectores socioculturales que en otras zonas urbanas del Estado lo votan sin ningún problema, tiene que ver con alguna clase de sentimiento de catalanidad territorial que se considera maltratado por las huestes de Aznar y de Rajoy. Una catalanidad no nacionalista, con poca carga lingüística, pero lo bastante politizada para revolverse ante la demagogia que los populares han practicado a cuenta del Estatuto, o para rechazar el cuento interminable de la persecución contra el castellano, o para encontrar grotesco que Javier Arenas conmine al presidente Chaves a no consentir que salga de la desaladora andaluza de Carboneras ni una gota de agua para Cataluña... Una catalanidad -si me permiten el neologismo- decididamente montillesca, que el PSC ha cultivado con mimo y con acierto durante décadas.
Sin embargo, no es así como interpretan la cúpula del PSOE y el Gobierno central el 9-M catalán y sus consecuencias políticas. Más bien se intuye la lectura contraria: si el PSC obtuvo 1,6 millones largos de votos, fue gracias al palmito político de José Luis Rodríguez Zapatero, y los subsiguientes 25 diputados sólo han venido a compensar parcialmente el desgaste electoral que infligieron al PSOE en muchas zonas de España la reiterada alianza del PSC con Esquerra Republicana, la tramitación de un nuevo Estatuto catalán, los accidentados avatares del primer tripartito, etcétera. Digámoslo de otra manera: cuando el PSC se sentía gozoso acreedor de la gratitud del PSOE y de su secretario general por haber contribuido con 25 escaños a revalidarlos en el poder, empieza a descubrir que desde Ferraz y La Moncloa lo consideran más bien deudor, incluso un deudor ingrato y molesto.
Ha sido flagrante, por ejemplo, la deslealtad del Gobierno amigo para con la Generalitat ante la crisis hídrica. Frente al riesgo de que el trasvase temporal Segre-Llobregat deviniera en manos del PP una especie de Estatuto bis capaz de sublevar contra el PSOE a todo el litoral mediterráneo desde Castellón hasta Almería, la Administración socialista estatal ha preferido desairar al Ejecutivo catalán, vetar la captación de agua del Segre y no ofrecer alternativa alguna, más allá de vagas expresiones de buena voluntad. Al mismo tiempo, en el debate de investidura de esta semana, aquella "España plural" del primer ZP ha sido reemplazada por una "España unida y diversa" de resonancias semánticas franquistas y de claro relente neocentralizador. Da miedo pensar en la próxima negociación de las cláusulas financieras del Estatut, en este clima y bajo la sombra de la crisis económica...
Corto y claro: Rodríguez Zapatero le hizo la cama política a Pasqual Maragall en cuanto lo percibió como un estorbo. ¿Tratará de hacer lo mismo con José Montilla? ¿Se dejaría éste? ¿Cómo reaccionaría el aparato del PSC ante un conflicto de lealtades? ¿Y sus 25 diputados?
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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