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CINE
Columna
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Los convidados del silencio

Los géneros cinematográficos suelen reducirse para los adolescentes a un menú muy restringido: películas de amor, del Oeste, de guerra y de detectives. Con el paso del tiempo, la carta del restaurante se va ampliando hasta incluir nuevas especies, subdivididas hasta que el gusto analítico por la disección se agota por aburrimiento. Sin embargo, la calidad de las películas guarda poca relación con esa clasificación temática. El llamado cine político es uno de los paganos de esas agrupaciones sumarias que agregan cantidades heterogéneas: desde El acorazado Potemkin, de Eisenstein, hasta Raza, de José Luis Sáenz de Heredia, pasando por la filmografía de Costa-Gavras, Pontecorvo o Wajda. Tal vez la razón del poco aprecio que merece por lo general ese rubro sean las dosis ideológicas de caballo que el aparato de propaganda de las dictaduras (o el espíritu de resistencia de la oposición) inyectan a sus argumentos, personajes y situaciones.

Si esa clasificación temática se redujese al cine franquista de la posguerra, al apogeo estalinista de la escuela soviética o a la propaganda nazi y fascista, no habría que tener demasiados escrúpulos a la hora de vaciar la bañera con el niño dentro; sólo la ética de las convicciones podría solicitar de la ética de la responsabilidad una amnistía parcial para tanto bienintencionado filme rodado al servicio de nobles causas perseguidas. Pero Todos estamos invitados es un excelente ejemplo de que la presencia de la política como telón de fondo y como nudo argumental de una película, lejos de alimentar un discurso monotemático de carácter aleccionador o crítico, puede desplegar conflictos psicológicos, morales y amorosos que aguardan cualquier ocasión para desarrollarse. El talento de Manuel Gutiérrez Aragón aprovecha la trágica historia de un profesor universitario donostiarra colocado en la lista negra de ETA para mostrar la opaca densidad social de los apoyos por acción y por omisión, por complicidad y por cobardía, por ideología y por apoliticismo, que incuban el huevo de la serpiente terrorista. La sobria arquitectura del argumento, la funcionalidad de los diálogos, la veracidad de los caracteres, el buen trabajo de los actores, la sabiduría de la realización y un desenlace coherente con lógica de la narración hacen honor a la filmografía de un director y guionista que ha buscado siempre nuevos territorios sin abandonar su trayectoria personal.

La ciudad de San Sebastián y sus deslumbrantes paisajes urbanos (pocos escritores han descrito con tanto amor y conocimiento las calles, las plazas, los jardines y las playas donostiarras como Fernando Savater) son el escenario de este relato cinematográfico de odios, temores, venganzas y pasiones que sitúa en un inesperado triángulo a una futura víctima de la banda, a su compañera italiana cuidadora de discapacitados y a un etarra recién salido de un hospital penitenciario después de sufrir en una ekintza terrorista un grave accidente que le deja parcialmente amnésico. Los módulos donde se agrupan el resto de los personajes significativos del drama son dos instituciones vascas prototípicas: la cuadrilla, marco de la socialización lúdica, emocional y política de los adolescentes que puede convertirse en escuela de la kale borroka primero y de la militancia directamente asesina después, y la sociedad gastronómica, lugar de encuentro en torno al ritual culinario (¡cuánto le gustan a Manuel Gutiérrez Aragón los fogones!) de adultos procedentes de casi todos los estratos de una sociedad tradicionalmente interclasista (curas incluidos) como es la guipuzcoana.

Si en la sociedad gastronómica el jesuítico abogado defensor de dirigentes etarras advierte de la previsible suerte que le espera al profesor comprometido con la causa de los derechos humanos, la cuadrilla se encarga de la reeducación en el crimen del etarra discapacitado que no recuerda su pasado criminal ni se identifica ya de manera inequívoca con sus fines. En cualquier caso, el protagonista colectivo de la película es el coro sordo y mudo de los amigos, conocidos, vecinos y colegas del marcado profesor -acompañado por dos escoltas a partir del momento en que recibe la amenaza- que fingen no darse por enterados de la situación de peligro de una persona tan próxima, anteriormente apreciada y ahora ignorada. Ochenta años después vuelve a resonar el lamento del pastor Martin Niemöller: "Primero vinieron a por los comunistas, pero yo no era comunista, así que no hice nada. Después vinieron a por los socialdemócratas, pero yo no era socialdemócrata, así que no hice nada... Y después vinieron por los judíos, pero yo no era judío, así que apenas hice nada. Entonces, cuando vinieron a por mí, ya no quedaba nadie que pudiera defenderme".

Aunque la música de Sarriegui no cubra las exigencias del género, el desencadenamiento de los acontecimientos la noche de San Sebastián, con las comparsas de cocineros, tambores y soldados de época desfilando por las calles de la Parte Vieja mientras la cuadrilla aguarda a que el profesor acuda a la cena de la sociedad gastronómica confiere a la película un tono casi operístico. Aquí el arte imita a la realidad: José Antonio Santamaría, un antiguo jugador de la Real Sociedad, fue asesinado la noche del 19 de enero de 1993 mientras tomaba angulas con sus amigos en Gaztelupe; y el concejal del PP Gregorio Ordóñez también encontró el 23 de enero de 1995 la muerte a manos de ETA en el bar La Cepa de la misma calle 31 de Agosto. Todos estamos invitados no es una película con moraleja sino un espejo ensangrentado al borde del camino.

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