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Análisis:PURO TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Cenaremos por la mañana

Marcos Ordóñez

En primer plano, El rey Lear es la gran tragedia sobre la vejez: la historia de un padre violento e irracional que recoge lo que ha sembrado, empeora con la edad porque no puede aceptarla y, tras ser arrojado al vacío, aprende su lección cuando ya es demasiado tarde. Hay cuatro viejos o, mejor, cuatro formas de vejez: el rey y sus tres compañeros. El espléndido Kent, su mano derecha, es el raisonneur, la sensatez desoída que se reinventa en un hombre nuevo, la aventura al servicio de la lealtad. El bufón es la lucidez amarga pero riente: no duda en saltar al centro de la tormenta perfecta porque Lear es su amo y porque llueve igual dentro que fuera "y, además, lloverá siempre", como decía Onetti. Gloucester es el viejo engañado que aprende a ver con las cuencas vacías y renace tras un suicidio simbólico. En plano general, El rey Lear es un aullido bajo un cielo sin dioses: un tarot grotesco y salvaje en el que los arcanos mayores son el Rey, el Bufón, el Ciego y el Loco. Es la obra mayor de Shakespeare porque inventa, en su cosmogonía absoluta, en su furiosa mixtura de temas y géneros, todo el teatro moderno.

La versión de Juan Mayorga es una de las mejores que he leído y escuchado

La semana pasada pedía para los montajes de Shakespeare lo que en realidad siempre le pido al teatro: limpieza expositiva, verdad compleja y ágil, sin florituras que pretendan hacerlo "interesante". Claridad libre de adornos es lo que rebosa, de entrada, el Lear de Gerardo Vera en el Valle-Inclán. La versión de Juan Mayorga es una de las mejores que he leído y escuchado. Mayorga poda, ensambla, remezcla y reparte las cartas a su manera, como un tahúr honorable que nunca pierde de vista el sentido de la partida. Yo echo cosas en falta, claro: condensar casi cuatro horas en dos y media tiene sus riesgos. Por su parte, Vera ha aligerado, doble error, el monólogo final y la hermosísima clausura de Edgar. ¿Cómo puede prescindir de este acorde en do mayor, sobre el que la lluvia se transforma en nieve? "Hemos de obedecer el peso de este triste tiempo, y decir lo que sentimos y no lo que deberíamos decir. El más viejo es quien más ha soportado; nosotros, los jóvenes, jamás veremos tanto ni viviremos tanto tiempo". ¡Qué extraordinario escalofrío, que poesía tan seca, tan honda, tan, en una palabra, medieval! No es el único pasaje que me atraviesa. La frase capital del bufón: "Nadie debería hacerse viejo antes de hacerse sabio". El bufón de este espectáculo es Luis Bermejo, al que Vera ha vestido como un estudiante de Heidelberg o de Jena, o sea, como un hermano pequeño de Hamlet. Es gracioso sin buscar la risa, se le entiende todo, y lleva un libro bajo el brazo: los Ensayos de Montaigne, sin duda.

¿Y la gran sentencia de Edgar, todavía pobre Tom, al borde del acantilado inexistente? "No hemos llegado a lo peor mientras todavía podamos decir 'esto es lo peor". Ahí, en esa frase, en esa escena, en esa pareja ("¡triste tiempo éste, en el que los locos guían a los ciegos!"), empieza Beckett. Volvamos a la claridad. El texto está muy bien dicho, no se pierde ni una frase. Excelente reparto, sin desajustes, y muy buen ritmo, con alguna fuga de intensidad en el tercio central. La escenografía, de Vera y Sánchez Cuerda, es sencilla, sensata, quizás un poco fría. Mi problema es Alfredo Alcón y su enfoque del personaje, tal como lo muestra o tal como se lo marcan. Yo creo que Lear es una bestia parda y un hijo de la gran puta, para decirlo suavemente, y eso no está en su trabajo. Veo más esfuerzo, y bravo por ello, que convicción. No sé, insisto, si su lectura se debe a la delicadeza esencial de este actor, al miedo a resultar radicalmente antipático, o a la línea de dirección. Quizás, a fin de cuentas, sea un error de reparto, es decir, de temperamento. Alcón es un albatros crucificado, y Lear, creo yo, pide osos con la cabeza aureolada de abejas, como Bódalo o Pou. Alcón es más Gielgud que Olivier, para entendernos. Ha nacido para hacer Ricardo II, no Lear. Brilla en la vulnerabilidad, nunca en la fuerza: ya le pasaba en el Edipo de Pasqual, aunque he de decir que el lado brutal de Lear se lo vi en otra función, en otro personaje: el Hamm de Fin de partida. Aquí hasta su locura es amable. Su mejor escena no es la de la partición del reino ni la de la tormenta, aunque ambas están muy bien montadas, ni siquiera, ay, la última: sólo me conmovió realmente cuando abraza al desnudo Edgar ("¿no es más que esto el hombre?") y se reconoce en él. Rebobino, y en mi emocionómetro quien me parte el alma es el soberbio Gloucester de Juli Mira, casi Broderick Crawford, sin una nota falsa: dolor seco, sobriedad rotunda. Albert Triola saca adelante la dificilísima escena del acantilado, pero hace un Edgar un tanto cantarín: a ratos hace pensar en Niles, el hermano de Frasier, en una función del college. Jesús Noguero (Edmond, uno de los villanos más sabios de Shakespeare) brilla e imanta como imantó en Cara de plata. Es otro estudiante, de Salamanca esta vez, que ve el mundo con ojos de absenta helada: "La estupidez de la humanidad es tan grande que, cuando nos llegan las desgracias, casi siempre resultado de nuestras propias faltas, culpamos a los astros". Las hijas están estupendamente contrastadas. Carme Elías (Goneril) tiene la ferocidad altiva y glacial de una joven Irene Gutiérrez Caba, y Cristina Marcos clava la maldad lúbrica, vulgar y aniñada de Regan. Miriam Gallego (Cordelia) está en su punto, aunque todavía le falta presencia escénica, como les falta edad al bufón y al Kent del impecable Pedro Casablanc. No ha descuidado Vera el dibujo de los secundarios: la evolución de Albany (Victor Pi), que empieza como un pálido calzonazos y va cobrando fuerza a medida que avanza la obra, o el británicamente untuoso Oswald de Chisco Amado. También aplaudo algo que suele descuidarse siempre en Shakespeare: la veracidad de los duelos a espada. Guiados por el maestro Carlos Alonso, los caballeros extraen los aceros de la piedra y tiran como si les fuera el alma en ello, y el metal choca, contundente, y percibes el filo, y el peligro. Ya iba siendo hora. -

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