'La Cina è vicina'
Marco Bellocchio tituló con esta afortunada frase su película, realizada en 1967. Si entonces China estaba cerca, que no lo estaba, ahora, con los Juegos Olímpicos, vamos a tenerla hasta en la sopa. De momento se ubica en lugares bastante más sensatos: en la Fundación Miró, donde se exponen obras de artistas chinos procedentes de la colección de Uli Stegg (Lucerna, 1946), y en el Palau de la Virreina, que reúne fotografías de autores jóvenes.
Sí, China está cerca, muy cerca, atravesada por ismos próximos a los occidentales: conceptualismo, expresionismo, pop, kitsch, surrealismo, realismo, etcétera. Pero todos esos movimientos quedan integrados en una visión del mundo y de la tradición particulares. Mao y la Revolución Cultural tienen una presencia obsesiva al principio del recorrido. La influencia de Warhol está muy presente por ejemplo en Yu Yovhan (Shanghai, 1943), que retrata a un Mao con cara de Marilyn Monroe, o al revés, según quiera verse, y también en Wang Guangyi (Harbin, 1957), que se sirve de la vieja iconografía del estudiante, el obrero y el campesino armados con el Libro Rojo para anunciar no ya la revolución, sino el Chanel nº 5. Es la nueva China que ha pasado sin solución de continuidad de la autarquía al consumismo más desabrochado. Chang Xugong (Tangshan, 1957) retrata con humor a los nuevos chinos enriquecidos, de dientes afilados y colores horteras. Pero otras obras no olvidan la tradición oriental: la caligrafía, las porcelanas, los ricos tejidos, la cerámica. Una de las piezas más espectaculares, de Yue Min Jun (Daqing, 1962), es un ejército de figuras como los guerreros de Xi'an, pero con unos personajes sin armadura, en tejanos y camiseta blanca, que exhiben una sonrisa bobalicona de cómic: es una muestra del llamado "realismo cínico".
Sin duda los hechos de Tiananmen de 1989 marcaron profundamente a todos estos creadores: si en las obras anteriores a ese año se aprecia cierta confianza en el arte para cambiar la realidad, a partir de entonces las miradas se hacen más ácidas y desesperanzadas. Aunque, desde luego, no todo es crítica. Ayer, la inauguración oficial de la exposición contaba con una divertida performance de Song Dong (Pekín, 1966): una ciudad entera, con bloques de viviendas, estadios, torres de comunicaciones, vías rápidas, parques y avenidas... construida con galletas Birba. Menjar-se la ciutat se titulaba la acción que Song Dong ha repetido en otras ciudades, como Londres y Viena. Durante cerca de una semana, el artista, ayudado por una veintena de estudiantes de Bellas Artes, montó esta ciudad comestible utilizando galletas María, Rifacli, las Birba clásicas y otras más fantasiosas, y también regalices, caramelos y chuches de varias medidas y tamaños. Sobre las ocho de la tarde, la ciudad empezó a desaparecer, engullida por el público. Caía la torre Agbar, caían los puentes, la torre de comunicaciones no tardó en desplomarse, empujada por un chiquillo con ganas de liarla. El artista tomaba fotografías y se reía. "En Londres los espectadores se mostraron mucho más violentos", comentaba. Bien es cierto que allí la performance se hizo en la calle... A Song Dong se le iluminaba la cara cada vez que una de sus construcciones se hundía. Luego reparó en una señora en cuyo tacón de aguja había quedado ensartado un melindro, y se puso las botas fotografiándolo.
¿Estaba buena la ciudad devorable que se parecía a Barcelona? Pues no, la verdad. Las galletas estaban reblandecidas, sin duda debido a la alta humedad de la ciudad real estos últimos días. Acaso por eso no se produjeron escenas espectaculares, sino más bien una deconstrucción ordenada de la curiosa maqueta urbana.
A la salida me rondaba que yo ya me había comido otra ciudad en alguna otra ocasión, pero no recordaba cuándo ni dónde. Vicki Combalía vino en mi ayuda: en 1996, Alicia Ríos montó en la Tecla Sala una ciudad con productos comestibles consumidos allí mismo por el respetable. De modo que la Cina è vicina también en esto.
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