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Columna
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Una campaña forestal

Nos enteramos con relativa frecuencia de la paulatina despoblación de localidades del interior, porque la falta de niños pone en peligro la permanencia de la escuela. Los alcaldes de esas pequeñas localidades ofrecen puntualmente casa, cobijo y hasta empleo, como ayer mismo en Ayodar, a quien se empadrone en el pueblo. Necesitan sangre nueva en los pupitres para tener escuela. Vale. Pero hace ya casi un siglo, la preocupación de los movimientos cívicos y políticos que defendían a brazo partido la justicia y la igualdad, consideraban la escuela y la cultura como medios para conseguir lo uno y lo otro. Una de sus tareas fundamentales era procurar que hubiese una pizarra y un pupitre hasta en el más recóndito rincón rural. Se construyeron muchas escuelas rurales mixtas o unitarias, dado el escaso número de criaturas, regentadas normalmente por maestras. A partir de los años setenta del siglo XX, los planes de educación, la llamada de las ciudades en pro de la mejora económica y la llamada emigración interior en suma, dejaron en el olvido las escuelitas rurales. Las maestras de aquellas escuelas rurales, que trabajaban en ocasiones en situación precaria, tenían sin duda una decidida vocación pedagógica; se ocupaban de la muchachada incluso durante el tiempo libre y no lectivo: se era de la convicción de que el ejemplo y la educación no tenían horario.

Muchas de aquellas maestras dejaron impronta y huella. En las alturas del secano valenciano, desde donde se vislumbra el mar en el horizonte y hasta donde prolonga sus sombras la majestuosa cima del Penyagolosa, hubo hace unos 50 años una de ellas. Finalizadas las tareas en la pizarra, solía caminar con sus doce o trece alumnos hasta unos terrenos baldíos del municipio y, si la áspera climatología de l'Alcalatén lo permitía, plantaban pinitos. Y a los años de sequías pertinaces les siguieron las lluvias torrenciales de otoño, y lo pinitos se convirtieron en bosquecillo. Algunos de los antiguos chavales de la escuela rural, que ya peinan canas o calvas y no emigraron, bautizaron o aluden al bosquecillo con el nombre de el pinaret de la mestra. Un bosquecillo que las llamas han respetado hasta hoy en día por humilde y pobre, y que pueden descubrir quienes se interesan por la realidad de las comarcas valencianas del interior.

A uno le evocó la memoria la acción ejemplar de la maestra, el medio ambiente, la reforestación, la estrecha relación existente entre el régimen de lluvias y la extensión de zonas arboladas que tengamos. Y actuó la memoria estos días preelectorales cuando las promesas de tirios y troyanos puede desconcertar a cualquiera de sus potenciales votantes. El hombre de la calle se queda frío con promesas de impuestos -¿cómo tendremos mejores prestaciones sociales con menos impuestos?-, o esta o la otra reducción del alquiler. Es que ahora Mariano, que aspira a gobernar estas tierras, promete un pinaret de medio millón de árboles a lo ancho y electoral de España. Y María Teresa, que de su natural nos habla con voz seria y pelín agria, dice que, de votarla, en el estrecho y largo País Valenciano, nos beneficiaremos durante los próximos cuatro años con cuatro millones de árboles. Quizás se aprendieron de memoria el manual aquel de Ramón Tamames sobre la economía de España, donde se habla de los problemas de la reforestación, de los planes republicanos en la década de los treinta que ya la preveían, o del modelo finlandés de bosques productivos y reforestación continua, para salvarnos de la desertización y suplir las carencias que supone la deforestación de la Amazonia. Lo más probable es que no hayan pensado en el pinaret de la mestra.

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