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Columna
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Cazadores de grillos

Los cazadores de grillos no necesitan armas. Lo plantea un detective en una novela de detectives que se llama El enigma de Paris. Su autor se llama Pablo de Santis. En el relato un grupo de detectives polemizan sobre el oficio y la forma de enfrentarse a un asesinato. Uno de ellos cuenta la historia de la desaparición de una importante suma de dinero de un banco japonés. Todo hacía indicar que el hurto era obra del propio banquero, pero cuando llegó la policía y registró las dependencias no encontró prueba alguna que lo incriminara. Lo único que les llamó la atención fue que el banquero, muy nervioso, pisó sin querer un grillo que había entrada por la ventana, algo que en la tradición de la región iba contra la buena fortuna. Al final, en vez del banquero acabó en prisión su administrador. Éste último ni confesó la autoría de los hechos ni culpó a nadie de ellos. Asumió la condena, pero en su cautiverio planeó su venganza.

Según el relato, tras salir de prisión, aprovechó un día que una ventana de la casa del banquero estaba abierta y entró en su domicilio. Allí no tocó nada. Solamente dejó un grillo en el centro de un tatami. Antes del amanecer, el canto del grillo despertó al banquero, quién recordó un verso de un poeta de su ciudad: "El grillo que mataste en tu sueño ha vuelto a cantar en la mañana". El hombre supo que había sido descubierto y se mató envenenándose. Sin saberlo, el administrador fundó así la tradición de los cazadores de grillos: esas personas capaces de matar con insinuaciones, señales o rastros invisibles.

Estaba leyendo esta novela cuando el otro día escuchaba a Alberto Ruiz-Gallardón pronunciando su discurso de fin de carnaval. Y salvando las distancias entre la crónica negra y la política, me pareció que el alcalde de Madrid acababa de soltar un grillo en el despacho de Esperanza Aguirre. Después de tres semanas de condena, Gallardón había planeado, como el administrador japonés, su venganza. Y la ofreció cargada de sutileza, ironía y comentarios con doble sentido. Ni una gota de sangre. Ni un rastro de pólvora. Una puñalada metafórica hecha de insinuaciones, señales y rastros invisibles. Impune, tan impune como los crímenes de los cazadores de grillos, ya que ningún juez ni, en su caso, partido alguno, puede legislar sobre grillos colocados en un tatami o poemas con doble significado.

Salvo esta anécdota de Gallardón, se ha perdido en la política la sutileza que reclama este detective de novela. Por eso, frente al paciente método japonés, en España todo el mundo sabe que el mejor procedimiento para cazar un grillo es meter una varita en la puerta de la grillera. Y a este método llevan agarrados algunos políticos durante los cuatro años de esta legislatura, pero cambiando la varita por una tranca y arramblando con toda la galería. En eso anda últimamente la diputada Celia Villalobos en Málaga, intentando cazar grillos, pero aquejada de lo que en la misma novela se denomina la ceguera del detective. Está dejando de ver lo obvio y se ha montado una historia imaginada.

La ex alcaldesa ha vuelto de Madrid con el discurso aprendido y en su afán por censurar los cuatro años de inversiones del gobierno central en Málaga, y especialmente a la ministra de Fomento, Magdalena Álvarez, se está metiendo en un callejón sin salida. Villalobos fue ministra también de un Gobierno de España y en su haber poco más puede ofrecer que unos cuantos proyectos. Uno de los cuales -el plan Guadalmedina- se quedó sólo en una magnífica presentación virtual, que fue para lo único que hubo con la partida presupuestaria que se le asignó. Alguien de su entorno cercano debería de advertirle de su deriva. En caso contrario, corre el riesgo de que le suelten un grillo por la ventana.

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