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La precampaña electoral
Columna
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El humillante voto del miedo

José María Ridao

Las invitaciones a votar por miedo al adversario son el desenlace lógico de una legislatura marcada por la estrategia de la crispación. Lo extraño sería que, a estas alturas, los partidos reclamaran una adhesión de los ciudadanos a las políticas que proponen, y no un rechazo frontal de las contrarias. Más confiados en los errores ajenos que en la propia capacidad de movilización, no se presta suficiente atención a los problemas que se perfilan para la próxima legislatura. Ante una economía internacional cuyas turbulencias acabarán por afectarnos, la respuesta sólo ha sido discutir si la coyuntura española es o no es la de una crisis, además de anunciar medidas fiscales más destinadas a fidelizar el voto que a reforzar la capacidad de intervención del Estado. Tener una estrategia significa disponer de una respuesta para la peor de las hipótesis y, en este sentido, resulta hasta cierto punto irrelevante preguntarse si el deterioro de los indicadores económicos en los últimos meses son o no la evidencia de una crisis. Lo fundamental sería conocer de qué recursos se dispone y cómo se emplearían en el caso de que, en efecto, esos indicadores fuesen signo de malos tiempos.

No tiene sentido votar por miedo al adversario, sino convencidos de suscribir un programa

El amplio superávit de las cuentas públicas llevaría a pensar que, en esta oportunidad, España no estaría en mala posición para amortiguar los efectos de una desaceleración. Pero la improvisación electoralista con la que se están comprometiendo los recursos del Estado, ya por la vía de anunciar nuevos gastos de dudosa eficacia, o por la de prometer alegres rebajas de impuestos, hace suponer que nadie está dispuesto a definir una estrategia. Si finalmente resultara que estamos ante una crisis, como tantos datos parecen indicar, la capacidad de reacción se habría visto mermada en un vistoso ejercicio de pájaros y flores.

Otro tanto sucede en el terreno estrictamente político, donde las dificultades e, incluso, las amenazas sobre el sistema siguen intactas. El bloqueo de los principales órganos judiciales, en gran parte debido a la trascendencia política de algunas decisiones pendientes, como el recurso del PP contra el Estatuto de Cataluña, no se resolverá por arte de magia pasadas las elecciones, sobre todo si los resultados no dan una mayoría clara a ninguno de los dos grandes partidos. La pretensión de convocar una consulta este mismo año, reiterada en cada ocasión por el lehendakari Ibarretxe, tampoco tiene por qué encontrar una solución automática después del 9 de marzo. Poco se ha escuchado sobre asuntos que, como éstos, han envenenado la legislatura hasta límites inimaginables. Y aunque tal vez este silencio resulte explicable en el caso de la consulta de Ibarretxe, es más difícil comprenderlo cuando se trata del futuro de la Justicia.

Pero, en realidad, tampoco se han escuchado grandes cosas sobre tantos otros problemas que, a diferencia de los anteriores, y pese a su trascendencia, sólo han reclamado una atención esporádica en estos cuatro años, como la sanidad o la educación. La transferencia del grueso de estas competencias a las autonomías parece haber actuado como una coartada de doble uso: cuando se avecinan elecciones locales, se recuerda que el Estado central tiene la llave última de la financiación, y cuando son las generales las que se avecinan, entonces se argumenta que estas competencias son de las Comunidades Autónomas.

El caso Leganés no sólo ha mostrado hasta dónde está dispuesto a llegar el Partido Popular en la lucha política; además, ha dejado al descubierto que las listas de espera y la saturación de los centros hospitalarios no son las únicas carencias del sistema sanitario español. En términos generales, la reacción ante la tropelía del Gobierno de Esperanza Aguirre ha sido pronunciarse sobre el derecho a la muerte digna. Otra manera de hacerlo hubiera sido comprometerse a dotar los hospitales con unidades de cuidados paliativos.

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Si no otras virtudes, el Informe Pisa tuvo al menos la de servir de aldabonazo sobre el estado de la Educación en España. Pero la preocupación que desencadenó no parece haber encontrado por ahora un hueco en la precampaña. No es que la escuela no haya aparecido, sino que lo ha hecho vinculada a propuestas sobre la lengua o, más recientemente, sobre el velo, impulsada por el PP. Puede que una parte de las deficiencias de la educación obedezca a la legislación. Pero el problema principal siguen siendo los recursos. Más escuelas públicas, con más profesores y mejor retribuidos es una promesa electoral preferible a nuevas leyes sobre la lengua o el velo.

Las invitaciones a votar por miedo al adversario equivalen, en el fondo, a exigir un cheque en blanco para la propia actuación. Y eso es, precisamente, lo que desalienta a muchos ciudadanos. Quieren votar convencidos de suscribir el programa del partido al que votan, no convertir su voto en una humillante demostración de cobardía.

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