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Crítica:TEATRO | Endstation Amerika
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Interesante destrucción

No es de extrañar que la Universidad del Sur de Tennessee, propietaria de los derechos de las obras de Tennessee Williams, acusara a Frank Castorf de ser poco fiel al texto original en su montaje de la obra A streetcar named desire y exigiera que cambiara el título. Endstation Amerika (2000) no sólo transforma a su protagonista masculino, Stanley Kowalski, en un sindicalista de Solidarnosc -la federación obrera polaca de militancia católica que lucho contra el totalitarismo comunista en los ochenta- e incluye referencias a Lech Walesa y a los astilleros de Gdansk, sino que, inserciones aparte -como es la relación entre Lou Reed y Nico a partir del vídeo de La Velvet Underground o la escena de Psicosis-, lo que Castorf hace con la pieza de Williams es básicamente dinamitarla. Podríamos hablar de deconstrucción, pero creo que, a diferencia de Forever young -montaje sobre otro texto de Tennessee Williams, Sweet bird of youtn, que pudimos ver en 2004-, Endstation Amerika es más bien la destrucción deliberada del drama estadounidense que Marlon Brando y Vivien Leigh inmortalizaron en la gran pantalla.

ENDSTATION AMERIKA

De Tennessee Williams. Dirección: Frank Castorf. Intérpretes: Brigitte Cuvelier, Henry Hübchen, Christof Letkowski, Birgit Minichmayr, Silvia Rieger, Bernhard Schütz. Dramaturgia: Carl Hegemann. Escenografía y vestuario: Bert Neumann. Teatre Lliure, sala Fabià Puigserver. Barcelona, 9 de febrero.

"Escindir la univocidad y desfalcar los significados". Ésta es la intención última de Castorf según el artículo de Till Briegleb que incluye la carpeta de prensa. Y desde luego, en Endstation lo consigue. Exime a las interpretaciones de toda psicología (¿dónde está la fragilidad de Blanche Dubois?), destituye a los personajes (a menudo los intérpretes se intercambian sus diálogos), degrada el texto cuando no se lo salta (el montaje podría ser exactamente el mismo con el listín de teléfonos como base, como sugirió un amigo), subvierte tonos, registros, códigos. Castorf hace lo que le da la gana. Sin concesiones. Condena a Stella a perder al hijo que esperaba y mientras las acotaciones finales, que aparecen rotuladas, nos indican que el doctor y la enfermera se están llevando a Blanche, los intérpretes luchan por no caerse de un escenario que literalmente se viene abajo: su parte frontal se levanta hacia una peligrosa verticalidad que acaba por derribar lo poco que quedaba en pie. Descarado y a la vez brillante: ¿para qué seguir con la obra?, ¿acaso nos va a salvar de la corrupción que nos rodea?

Los toques de genialidad son varios. Las casi tres horas que dura el montaje están llenas de burlas grotescas, de gritos, de insolencia. Pero también de guiños, de sutilidad e incluso de ternura. Las piezas de Williams reflejan la búsqueda de una identidad que se ha perdido en un mundo cambiante. Castorf reivindica su esencia ligada a la Europa del Este y evidencia la incapacidad de la ficción por superar a la realidad, que no deja de ser el motor de este tranvía llamado deseo. Una destrucción frankamente interesante.

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