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Columna
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Mascarada

Suelen explicarnos los sociólogos y antropólogos que la trasgresión de la norma o convención es de origen pagano; que quebrantar el precepto o la ley y comportarse de forma libre y sin ataduras, como se comporta la naturaleza, se convirtió en celebración lúdica mucho antes de la Era cristiana. La fiesta anunciaba la primavera, que es tanto como el amor y la carne, y se cristianizó, aunque con reparos, cuando la Buena Nueva de los Evangelios se convirtió en religión oficial y estatal, tras los pactos de Milán que firmaron los romanos con los prelados de hace muchos siglos. Los carnavales tuvieron, y tienen todavía en algunos lugares un componente crítico que molestó a los poderes establecidos, sostenidos por la ideología reaccionaria de Trento: los prohibieron, o los redujeron a modosos disfraces de parvulario. Hoy la crítica aparece puntualmente, pero los carnavales se han convertido en reclamo turístico de una verbena informal donde se lucen vistosos trajes, y se exponen al fresco del invierno unos cuerpos, maquillados de forma extravagante, que insinúan el pecado o la tentación de la carne. Esos días carnavalescos en que se anda sin riendas tienen el componente fundamental de la máscara; y eso desde las orillas del Rin o la Selva Negra, hasta llegar el más recóndito pueblecito castellano o la escondida aldea gallega. Como hay trasgresión y poca seriedad, hay que ocultar la jeta y llamar humorísticamente a engaño a los demás.

La mascarada era y es eso: una comparsa de máscaras, un grupo de alegres pecadores que celebran estos días el carnaval. Pero el término adquirió con el tiempo un significado nada lúdico y harto despectivo: el de farsa, el de actuación engañosa y poco seria. Estas segundas mascaradas parece como si fueran propias de un carnaval sin Cuaresma; unas mascaradas, cuyas imágenes, gestos y declaraciones con las que tropezamos a diario en la calle o en los medios de comunicación. Sus actuaciones suelen adquirir un ritmo vertiginoso en épocas preelectorales. Son mascaradas que carecen de gracia y salero: acaban produciendo hastío o indiferencia. Pero acerquemos el objetivo y recojamos la imagen, actuación y máscara.

Juan Costa es miembro de la comparsa conservadora. Un buen economista que llegó a ministro a edad temprana. Era y es la imagen de una derecha de corte europeo que llegó a la política procedente de la empresa privada. Sus declaraciones, imagen y actuaciones, por carácter o por talante, se sitúan a años luz de la vocingleria y el exabrupto al que nos tiene acostumbrados su pariente cercano Ricardo Costa en su calidad de diputado en las Cortes Valencianas o en su calidad de dirigente del PP valenciano. El mayor de los Costa es, de su natural, discreto; fue elegido diputado dos veces en la circunscripción electoral de Castellón, y dos veces renunció a su acta de diputado de forma discreta y sin escándalo: sus razones políticas o privadas tendría para ello. Pero ahora, llegado el carnavalito electoral o preelectoral, y encabezando la lista para el Congreso en Madrid, otra vez en la circunscripción electoral de Castellón, el mayor de los Costa nos sorprende; quien fuera la mano derecha de Rodrigo Rato se apunta en la comparsa del localismo recalcitrante y se coloca la máscara oportuna: hemos de votarle porque he nacido en Castellón, porque se siente profundamente castellonense, porque conoce mejor que nadie cuanto aquí sucede y porque, como las uvas del Vinalopó o la cerezas de la Salzedella, tiene denominación de origen. Eso vino a decir, y es un ejemplo entre tantos otros de otras tantas comparsas. Tanto amor y apego al terruño tenía como referente al candidato socialdemócrata, cuyo mérito o demérito, será seguramente no haber nacido en las castellonenses islas Columbretes. El carnaval lúdico, que precede a la Cuaresma, finaliza el próximo miércoles de ceniza; la otra mascarada no está previsto que finalice el 9 de marzo.

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