T. B.
Érase una vez un joven sonriente, religioso y optimista. Como tantos otros, estudió Derecho en Oxford, donde conectó con el mesianismo comunitarista del filósofo escocés John Macmurray. Llegado el momento, se casó con Cherie, una abogada izquierdista y católica de Liverpool que le arrastró hacia el laborismo... y hacia el catolicismo. Formaban un buen equipo: él ponía el carisma y la ambición, ella aportaba el cerebro.
El joven aprendiz de político erró su primer intento de llegar al Parlamento, pero no el segundo, en 1983: unas elecciones parciales en Sedgfield, zona de gran arraigo laborista en el noreste de Inglaterra.
Brillante, articulado y con pocos escrúpulos, el joven político se hizo con el poder en el partido en 1994 y con el poder en la nación en 1997. Su llegada a Downing Street provocó una primavera política en el Reino Unido: tras los convulsos años de Margaret Thatcher, el nuevo primer ministro insufló al país su optimismo personal y su proximidad en las formas. "Por favor, llamadme Tony", les decía a sus contertulios, lo mismo a un estibador o a un oscuro funcionario que a la mismísima reina de Inglaterra.
Poco a poco, el ya no tan joven Tony se fue envileciendo. El contacto con el poder y con los poderosos transformaron su célebre sonrisa y los caricaturistas más crueles empezaron a retratarle con mirada esquizofrénica: un ojo plácido y centrista, el otro inquisidor y obsesivo. Una mirada que reflejaba los años acumulados de poder, su creciente gusto por la riqueza de sus nuevos amigos.
Los atentados del 11-S parecieron cegar definitivamente su voluntad y los dibujos le representaban ya como la fiel mascota del presidente George W. Bush, con el ojo inquisidor más inquisidor que nunca. El político centrista y sonriente empeñado en gustar a todos era ahora un hombre obsesionado con demostrar al mundo la justicia de la cruzada de Irak.
Sus antiguos seguidores vivieron una última decepción cuando, aún caliente su renuncia como primer ministro, fichó por uno de los grandes bancos americanos, JP Morgan. El otro día parecía una sombra de si mismo animando los debates de Davos. Muy delgado, muy avejentado y muy rodeado de ricos patrones de empresa, Tony Blair parece ahora un esclavo del dinero. De Davos salió con un empleo más: asesor de la aseguradora suiza Zurich. Si el laborismo levantara la cabeza... -
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