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Columna
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A ver qué nos hacen

Si solo la mitad de lo que se dice sobre un tipo como Eduardo Zaplana fuera cierto, bastaría para alejarle de toda función pública, no ya en nombre de la opinión de que todos los políticos son unos mangantes sino como medida de precaución para evitar que nadie se enriquezca a cuenta de los presupuestos públicos. Y, sin embargo, ese personaje es poco más que anécdota: no juega de farol, sus cartas están marcadas, y apuesta más bien por el menudeo, en un contexto donde se mueven grandes millonadas y en el que la torna puede convertirte en un rentista de postín. Nada comparable a la presunta jugada de ese broker francés que movió 50.000 millones de euros informáticos para embolsarse 5.000, un 10% de nada. Ante esas magnitudes de vértigo, podría darse por sentado que algunos políticos son los palanganeros de un sistema financiero del que arrapan algunas migajas. Sustanciosas, sí, pero insuficientes si se considera que venden su alma al diablo. A fin de cuentas, y vaya cuentas, ¿qué suponen los 200.000 euros anuales de Rodrigo Rato como asesor de alguna financiera al lado del pelotazo del joven broker? Calderilla, dinero de bolsillo, una cuenta abierta para pagarse algún capricho.

A estas alturas del siglo XXI todavía no se sabe qué cosa es el alma ni qué figura concreta habría que adjudicar al diablo. Y ya va siendo hora, porque de ese tipo de apelaciones fulgurantes depende nada menos que nuestra vida de a diario. En plena campaña preelectoral, que se convertirá en electoral propiamente dicha dentro de nada, como si hubiera alguna diferencia, los precandidatos o ya candidatos declarados a solventar su vida con nuestros impuestos se disponen a martirizarnos con ofertas que no se pueden rechazar ni de coña. Todo tiene que ver con el dinero y su circulación, así que nos ofrecen 400 euros de rebaja fiscal, dos millones de puestos de trabajo y qué sé yo cuántas cosas más, cuando de momento bastaría con que una manzana no te viniera a costar unas 80 de las antiguas pesetas.

En la precampaña se ha visto ya casi de todo, y lo que se verá cuando se entre por fin en campaña. De momento, llama la atención un regreso de la mayoría de los candidatos a esa manía del yoísmo que parecía en desuso desde los primeros tiempos de Adolfo Suárez en el Gobierno. Se ve que dando por supuesto que el elector está al cabo de la calle respecto de la obediencia partidaria del candidato, se insiste más en las virtudes personales de quien figura en las listas, preferentemente en la cabeza de las listas, que en la inevitable pertenencia a un partido. Igual se trata de un aspecto más de la intromisión de lo privado en lo público, aunque la argucia tiene la ventaja de que simula comprometer más al candidato que promete que al partido al que representa. Esa personalización del programa político tendría algún sentido si se tratara de unas primarias en el interior de cada partido a fin de elegir a los mejores candidatos para derrotar al adversario, pero no siendo así, se aproxima a una artimaña que induce al ciudadano a creer que vota a personas de buen corazón y no propuestas políticas susceptibles de no empeorar las cosas. Por eso el Papa, tan listo, siempre usa el mayestático.

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