La sexta partida
La Biblia está llena de consejos útiles. Como aquel del Deuteronomio: "Si dos hombres se están golpeando, y se acerca la mujer de uno de ellos para defender a su marido y agarra al otro por las partes genitales, ordenaréis sin ninguna compasión que se le corte la mano a la mujer". Una solución concreta para una de esas situaciones cotidianas ante las que uno no sabe muy bien qué hacer.
Actualmente, es cierto, son minoría quienes leen la Biblia como un libro de instrucciones que debe seguirse al pie de la letra: el presidente de Estados Unidos y gente de ese estilo. El libro fundacional de nuestra cultura, con su torrente de poesía, historia, culpa y disparates, tiende a ser considerado por los creyentes como una alegoría, un mensaje cifrado de Dios cuya interpretación exacta escapa al entendimiento humano.
Los genios solitarios que descuidan la protección de médicos y analistas son propensos a la depresión y la paranoia
Dios, exista o no, procura evitar las apariciones públicas. Quienes se han esforzado en trazar su biografía, al margen de interpretaciones teológicas, subrayan como elemento esencial la profunda soledad en que vivió antes de crear el universo. En cuanto creó al hombre, ateniéndonos a la Biblia, entró en una fase de hiperactividad abundante en contradicciones: condenaba, perdonaba, se arrepentía. Estaba aprendiendo, probablemente, el difícil arte de la convivencia. En tiempos de Abraham era capaz de confraternizar. En tiempos de Jesús se limitaba a hablar desde lo alto. Luego se retiró y delegó en otros seres divinizados su ocasional (presunto) contacto con la humanidad.
Queda el Libro, trascendental para los creyentes, e imprescindible, por razones no religiosas, para los demás. Y queda el misterio de por qué eligió la palabra, y no otra vía, para sugerir sus planes. Una ecuación matemática, o una melodía, por ejemplo, más escuetos e intensos que cualquier serie de fonemas.
Quiso quizá evitar el compadreo. O no quiso invitar al humano a ceder a la soberbia. Cuando la mente del hombre alcanza el nivel máximo de pureza conceptual aparece la tentación del reto a Dios. Los mejores matemáticos, músicos y poetas han sentido alguna vez ese vértigo. Entre quienes más lo han sufrido figuran los ajedrecistas. Un verso de Leopoldo María Panero -"contra Dios he apostado, desde esta esquina insomne, y contra Dios juego todas las inmensas noches la moneda infame de mi Yo"- puede ilustrar la angustia cósmica del ajedrecista tras la partida perfecta. Esa partida que conduce al pecado infernal de la soberbia: Dios no me habría ganado.
Los ajedrecistas románticos, los genios solitarios que descuidan la protección de asesores, médicos y analistas, son propensos a la depresión y la paranoia. Parece lógico. Ciertos retos destruyen el equilibrio cerebral. Y, sin embargo, generan, cuando arrancan al tablero la partida perfecta, una belleza abrumadora, una intensa sensación de cercanía a la divinidad.
Seguí con pasión el campeonato de Reikiavik. Yo tenía 13 años y simpatizaba con Boris Spassky: era un jugador extraordinario, era ruso (para mí una virtud, entonces), era, y es, una persona estupenda. La epifanía, que cambió mi modo de ver las cosas, se produjo con la sexta partida. Fischer, que siempre, siempre, salía con el peón de rey cuando jugaba con blancas, movió el peón del alfil de dama. Spassky, temeroso, planteó el gambito de dama y una estrategia conservadora. Fischer, entonces, abrió una diagonal infinita con el alfil y desató una tormenta conceptual. En 41 movimientos y un par de horas creó una obra de arte eterna. Esa partida, la sexta de Reikiavik, un clásico, contiene todo el furor, toda la devoción, toda la intensidad de un éxtasis.
La Biblia es un artefacto fabricado con materiales humanos. Algunas creaciones del hombre, en cambio, se hacen con esencias misteriosas. Ignoro cuál era la meteorología mental de Bobby Fischer; sospecho que padeció la tragedia de enfrentarse cara a cara con el enigma de la perfección. -
Spassky-Fischer, todas las partidas anotadas. Lorenzo Ponce-Sala. Editorial Bruguera, 1972. 220 páginas.
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